8 de marzo de 2020

Evangelio (Mt 17,1-9) 
Se transfiguró delante de ellos.
Se acercaba la Pasión para Jesús: «Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21). Pero los discípulos no estaban preparados para ver sufrir a su Señor. Él, que siempre se había mostrado compasivo con los desvalidos, que había devuelto la blancura a la piel dañada por la lepra, que había iluminado los ojos de tantos ciegos, y que había hecho mover miembros lisiados, ahora no podía ser que su cuerpo se desfigurara a causa de los golpes y de las flagelaciones. Pero Jesús sabe que ha de asumir toda la flaqueza y el dolor que abruma a la humanidad, para poderla divinizar y, así, rescatarla del círculo vicioso del pecado y de la muerte.
Tony de Mello nos relata en su libro “El canto del pájaro”: “Yo conversaba muchas veces con el Señor y le daba gracias y le cantaba sus alabanzas. Pero siempre tenía la incómoda sensación de que quería que lo mirara a los ojos. Yo le hablaba, pero desviaba mi mirada, cuando sentía que El me estaba mirando. No sé por qué tenía miedo de encontrarme con sus ojos. Pensaba que quizás me iba a reprochar algún pecado del que no me había arrepentido o me iba a exigir algo. Al fin, un día tuve el suficiente valor y lo miré. No había reproche en sus ojos, ni exigencias. Sus ojos me decían simplemente con una sonrisa: Te amo. Me quedé mirándolo fijamente durante largo tiempo y allí se guía el mismo mensaje: Te amo... Fue tanta mi alegría que, como Pedro, salí fuera y lloré”.
Ayunar de juzgar a otros, Jesús no juzgaba.
Julián Escobar.


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