JORNADA DEL MARTES
JORNADA DEL MARTES
Observación sobre la higuera seca
En la mañana del martes, 11 del mes de Nisán, retornan a Jerusalén Las ramas de la higuera maldecida el día anterior aparecen desnudas de follaje. Son un espectro de lo que fueron ayer. Desde las raíces hasta la copa, el árbol aparece seco.
Pedro, rápido, se lo hace observar al Maestro:
—;Rabí, mira: La higuera que maldijiste se ha secado! (Mc., XI, 21). Simón Pedro no titubea un instante. Causa y efectos son admitidos sin más. Otros discípulos se interrogan, admirados:
—Cómo quedó seca la higuera al momento? (Mt., XXI, 20).
Interviene Jesús para decirles:
—Tened fe en Dios. Yo os aseguro que quien diga a este monte «quita-te y arrójate al mar» y no vacile en su corazón sino que crea que sucederá lo que dice, lo obtendrá (Mc., XI, 22).
Les pondera el poder de la fe y les exhorta a que la actualicen en cosas arduas y de algún volumen:
—Por eso os digo: Todo aquello que pedís en la oración, creed que lo recibiréis y os sucederá (Mc., XXI, 24).
Pero insiste como otras veces en el perdón de las ofensas:
—Y cuando os pongáis a orar perdonad si contra alguno tenéis algo, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestros pecados (Mc., XI, 25).
Del suceso con clara intención simbólica pasa a robustecer una fe intrépida y sacrificada en sus discípulos principales. El Maestro no quedará desacreditado porque ellos obren prodigios más numerosos y espectaculares que Él. No habrá transcurrido un lustro sin que el poder de las manos de Pedro y de Juan haya dejado de notarse en la Iglesia de Jerusalén (He., III).
Acometida del Sanedrín
Requisitoria sobre la autoridad de Jesús
Llegados al Templo, Mateo presenta a Jesús enseñando, Marcos paseando y Lucas anunciando al pueblo la Buena Nueva. En los tres evangelistas es mostrado como en su propia casa y escuela. A ella concurren los más de los israelitas creyentes y conscientes. Si el Nazareno es el Mesías, ¿a dónde les conduce? Si no lo es, ¿cómo acabarán Él y ellos? Probados sus poderes, a todos interesa cuanto enseña. Aquí se presenta la teocracia judía. Una muestra amplia del Sanedrín se le acerca despacio y con empaque. Ayer y anteayer toleraron y aguantaron. Hoy ancianos, escribas y príncipes de los sacerdotes vienen dispuestos al asalto y a todo. Comenzarán por envolverle.
Aunque ante el pueblo se esmeran por guardar las formas, tono de la voz e índole de las preguntas reflejan la indignación interior:
—Dinos: ¿Con qué autoridad haces esto o quién es el que te ha dado tal autoridad? (Lc., XX, 2).
Por lo visto las obras que viene realizando desde que a finales de marzo del año 28 le formularan algunos una pregunta similar (§ 51), carecen para estos potentados de fuerza probativa. Adviértese, no obstantes que esta vez no se reclama de Él ninguna señal. Les sobran señales para estas fechas. No sólo no las urgen ya sino que si les es posible, disimulan y escamotean su memoria. Entre ellos, a solas, le confesaron, poco tiempo hace, obrador de muchas señales (§ 328). La requisitoria es más capciosa. Le interrogan directa e inmediatamente por el origen personal de su autoridad y de modo no oficioso sino oficial, público y solemne. Significan a Él y a su auditorio que el Sanedrín toma desde este momento el asunto por su cuenta. El entrometimiento del Nazareno no tiene parangón ni calificativo. ¿Qué es eso de que sentenciado a muerte como está, actúe e instruya en el Templo igual que si fuera Señor del mismo?
¿Aceptan la autoridad del Bautista?
Al Señor no le asusta ni le altera el encrespado océano de las pasiones sanedríticas. No hurgará en las heridas sin costra de los resentidos. Sabe su hora y apunta a la diana: al planteamiento crítico de la cuestión de fondo, buscando de paso un puente de inteligencia, un arranque de diálogo que les permita entenderse. Se trata de averiguar si estas autoridades supremas de la teocracia judía aceptan o no la voluntad de Yahvéh. De aceptarla no rehusarán su acatamiento a la autoridad personal del interrogado. Imperturbable, les responde:
—También yo os voy a hacer una pregunta. Y si me contestáis a ella, os diré yo a mi vez con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde era?; ¿del cielo o de los hombres? (Mt., XXI, 24-25).
No se remite esta vez a la señal de Jonás, ni apela a sus obras. Recurre a los testimonios reiterados de Juan el Bautista, profeta indiscutido de Israel, a quien comisionados de ellos mismos interrogaron. ¡ Qué cercano en el tiempo el punto de enlace para tomar ellos el relevo!
La pregunta les desconcierta y apaga sus furores. Marcos registra la instancia de Jesús:
—Respondedme (Mc., XI, 30).
Los dirigentes de Israel no saben por dónde salir. Han entendido muy bien al de Galilea. Les ha preguntado no por los testimonios del Bautista, sino por el bautismo de Juan. Pero saben a dónde apunta la pregunta. Callan mientras cabilan: Si decimos «del cielo», dirá: ¿Por qué no le creis-teis? Pero si decimos «de los hombres», todo el pueblo nos apedreará porque están convencidos de que Juan era un profeta (Lc., XX, 5-6).
Una salida les queda: Reconocer ante la multitud de los presentes su incompetencia para sentenciar sobre el origen del bautismo de Juan. No acreditando a Juan y a su Bautismo no se obligan a dar crédito al Nazareno. Pensado y ejecutado. Son varios los que llevan la voz cantante y le responden:
—No sabemos (Mt., XXI, 27; Mc., XI, 33).
No quieren saber lo que no les interesa saber. De verdad que no saben el precipicio por el que se lanzan. Doctos y hombres de gobierno hay en Israel que prefieren confesarse ignorantes antes que ceder en su animadversión contra una persona. En su claudicación como maestros llevan su descrédito. Al no acreditar al Bautista se desacreditan ante el pueblo. Una autoridad religiosa que confiesa su carencia de criterios para distinguir lo natural de lo sobrenatural, lo falso de lo verdadero, lo malo de lo bueno, se asemeja a un piloto sin timón y sin brújula. No cabe confiarse ni confiar a nadie en sus singladuras. Es lo que de momento decide Jesús:
—Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas (Mt., XXI, 27; Mc., XI, 33; Lc., XX, 8).
Se diría que en este episodio y en los que siguen de la jornada dialéctica cumbre, al evangelista teólogo le han vedado el terreno los tres sinópticos. Las polémicas explanadas por Juan en las fiestas de los Tabernáculos y de la Dedicación, hace seis y cuatro meses, respectivamente, culminan y concluyen aquí, pero en la forma descriptiva y sobria de sus tres antecesores, no en la ardiente y ungida del discípulo amado.
Parábola de los dos hijos
A la abstinencia crítica de príncipes de los sacerdotes, escribas y ancianos sucede presta la crítica positiva del cuestionado respecto de sus cuestionadores. Positiva porque de tal modo aclara la posición de las autoridades de Israel que éstas jamás podrán alegar ignorancia.
—Pero ¿qué os parece? —les propone de seguido—. Un hombre tenía dos hijos. Dirigiéndose al primero, le dijo: «Hijo, ve hoy a trabajar en la viña». Y él respondió: «No quiero», pero después se arrepintió y fue. Se llega luego al segundo y le dice lo mismo. Éste responde: «Voy, señor», pero no va. ¿Cuál de los dos ha hecho la voluntad del padre? (Mt., XXI, 28-31).
Como alumnos que quieren rescatar el puesto perdido, al instante le responden:
—El primero.
Aportan lo que necesita el Señor para aplicar el correctivo que ha merecido un tribunal de exámenes doloso y prevaricador. La aplicación es inmediata, pública, personal y directa y el paralelismo espeluznante y sin réplica posible. Para que la Mansedumbre Suma se exprese así, ¿cuál sería el grado de obstinación y ceguera de aquellos hombres?
—En verdad os digo que los publicanos y las rameras se anticipan a vosotros en el Reino .de Dios. Porque vino Juan a vosotros caminando en justicia y no le creísteis. Publicanos y meretrices, por el contrario, le creyeron. Y vosotros, viéndolo, ni os arrepentisteis después ni le creísteis (Mt., XXI, 31-32).
Lo que no han hecho los primates de Israel lo hace Él, el Hijo del hombre. Él no necesita testimonio de hombre pero da testimonio en favor del hombre. Definitivamente deja sentado el carácter de enviado extraordinario del Bautista. Y, consecuentemente, la consiguiente responsabilidad de los responsables de su pueblo y religión que ni en vida le dieron te ni se la dan después de degollado.
Este bajar la cabeza y someterse al plan de Dios es lo que importa. Dios no se desgarra las vestiduras tan rápidamente como ellos. Sobre los mortales pesan más las apariencias que las interioridades. Quizás a Él le suene mejor que a los hombres cautos una palabra descompuesta e incontrolada pero nacida de un ánimo sincero y recto, que no la otra calculada ',' tasada del que carece de justicia, de verdad y de amor.
Parábola de los renteros homicidas y Salmo CXVII
Los sanedritas se hallan como cogidos in fraganti. Tan sorprendidos están que no aciertan a reaccionar. De acusadores han pasado a ser acusados. Pretendían envolver al hombre de Galilea delante del pueblo. En presencia de éste, sin darles tregua, explana Él la reprobación de ellos con sus causas y repercusiones.
La parábola que propone es como una recapitulación de la historia del pueblo elegido. Utiliza idéntico procedimiento. Refiere primero la parábola. Del coloquio con el auditorio se sigue la conclusión obvia. Por cuenta de Él corren las aplicaciones. Estas aumentan en gravedad.
—Era un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cayó en ella un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. Cuando llegó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores para percibir sus frutos. Mas los labradores, echando mano de los siervos, a uno le golpearon, al otro le mataron ->' a otro le apedrearon. De nuevo envió otros siervos en número mayor que los primeros, pero los trataron de igual manera. Finalmente les envió a su hijo, diciéndose: «Respetarán a mi hijo». Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre si: «Este es el heredero. Vamos, matémosle y nos quedaremos con su herencia». Le agarraron, le echaron fuera de la viña y le mataron (Mt., XXI, 33-39).
Llegado aquí, traslada la acción parabólica del pasado al futuro y pregunta al extenso auditorio:
—Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? (Mt., XXI, 40).
Al punto hay israelitas que le responden con soltura y detalle:
—A esos miserables les dará una muerte miserable y arrendará la viña a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo (Mt., XXI, 41).
—Vendrá —confirma Jesús—, hará perecer a estos labradores y entregará la viña a otros (Mc., XII, 9; Lc., XX, 16).
Sumos sacerdotes, fariseos y responsables presentes no resisten más. Retratados en la parábola y condenados por el pueblo y por el de Nazaret conjuntamente. saltan. Sin refutar los cargos rechazan la sentencia:
—¡De ninguna manera! (Lc., XX, 16).
Ocupan las primeras filas. El Señor, sin inmutarse, fija en ellos una mirada firme y penetrante. El auditorio presiente la transcendencia del momento y de las palabras que pronuncie el Nazareno. La parábola ha resultado alegoría y todos se hallan implicados en sus significaciones: Dios, Israel, el Mesías prometido, los judíos infieles, los paganos despreciados...
En la respuesta pone objetividad y razón. Remontándose a la Escritura eleva el asunto a un terreno menos pasional. La cuestión de su autoridad —sobre la que vuelve indirectamente—, se traslada del testimonio hablado propio y del de Juan al admitido de la revelación profética. El salmo CXVII, el del canto que cierra el Hallel egipcio, estimado como uno de los más acentuadamente mesiánicos, servirá para confrontar parábola y reprobación.
-Qué significa entonces lo que está escrito? (Lc., XX, 17). ¿No habéis leído nunca esta Escritura: «La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido; fue el Señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos»? (Mc., XI!, 10-11).
Esta cita, textual e implícitamente interpretativa por parte de Jesús, figura en los tres sinópticos y es una de las treinta y una diferentes que los cuatro evangelistas ponen en labios del propio Hijo del hombre. Mediante ella, los cuestionantes vuelven a ser cuestionados. ¿Cómo la interpretan ellos, maestros de la Escritura? Ninguno acepta salir al palenque. Luego de una pausa prolongada y tensa, confirma Jesús la interpretación que de la condena de los viñadores homicidas han hecho los sanedritas auditores:
—Por eso os digo que os será quitado el Reino de Dios se dará a gentes que produzcan sus frutos (Mt., XXI, 43). Todo el que caiga sobre esta piedra se estrellará y aquel sobre quien ella caiga lo aplastará (Lc., XX, 18).
Por segunda vez y más claramente les reitera la reprobación en que incurren. Advierte de paso el riesgo y los resultados de dar coces, a estas alturas, contra el aguijón. Si ellos, los teólogos de Yahvéh, no se atreven a refutar la triple identidad entre piedra angular, Mesías e Hijo de Dios, contraproducente y suicida les es y les será recalcitrar contra el Hijo del hombre. En Isaías, VIII, 14, y en Daniel, II, 34-35, pueden verlo significado.
Príncipes de los sacerdotes, escribas y fariseos, han comprendido perfectamente al de Nazaret. La presencia de la multitud frena en seco su furor. Intentar apresarle en este momento sería responder con la violencia a las razones, desacreditándose de nuevo ante la multitud. Los directivos optan por callar e imponen su silencio a los demás.
Marcos anticipa el final del asalto del Sanedrín: Y dejándole, se marcharon. Mateo sitúa esta retirada después de una tercera parábola reprobatoria: La de los convidados a una boda regia.
La parábola del banquete reglo y la de la Gran Cena
Afín a la parábola de la gran cena, difiere de ella en detalles y aspectos que se indican a continuación.
Aquí invita el rey, no un señor particular. Allí se silenciaba el motivo del banquete. Aquí se dice que se debe a la boda del hijo del rey. Y no se envía a un solo criado sino a servidores múltiples. Y las invitaciones inmediatas son dos, no una.
Allí cada uno de los tres invitados se disculpaba aduciendo el motivo y pidiendo excusas. Se responde aquí con una negativa a la primera invitación. Ante la segunda, reiterada y casi suplicada, los invitados reaccionan de diferentes modos: Unos se marchan a sus campos y a sus negocios. Otros apresan a los criados de) rey, les ultrajan y los matan.
También es diversa la reacción del anfitrión. Se conformaba allí con que su criado buscara primero por calles y plazas a los pobres y deformes y después por caminos y cercados a los que encontrase. El rey aquí, como primera providencia, envía sus ejércitos, hace perecer a los homicidas y prende fuego a la ciudad. Únicamente después de haber vengado el desprecio y los asesinatos, manda a sus servidores que salgan a los caminos y reúnan a cuantos hallen, buenos y malos, hasta llenar de comensales la sala de bodas.
La novedad principal de esta parábola del banquete nupcial y regio se debe al proceder final del rey. Éste se dirige a la sala para ver a los comensales. Encuentra a uno sin el traje de bodas y le pregunta:
—Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda? (Mt., XXII, 12).
Enmudece el convidado por toda respuesta. Carece de disculpa, en rigor: El rey ha regalado los vestidos; ponérselos constituye la cortesía mínima aceptada y requerida.
Decide el rey lo que ha de hacerse. Ordena a sus sirvientes:
—Atadle de pies y manos y arrojadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes (Mt., XXII, 13).
La enseñanza de la adición es clara. No basta hallarse dentro de la casa del Rey y participar en su banquete. En el palacio y en el convite se ha de estar e intervenir según el ceremonial que el Rey, no el invitado, impone como digno de Él. Quiere significar que la presencia física no es suficiente. No alcanza la salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo» pero no «en corazón» como en el propio primer evangelista enseña el Maestro constantemente: la fe debe acompañarse con las obras de una justicia que, por ser integral, no excluye las debidas al honor de Dios, visible o no.
La crítica de las tres parábolas reprobatorias
La crítica de las tres parábolas es substancial. Nada contienen de falsa piedad o de mentida devoción. El proceder externo es seguido hasta la médula (este es el heredero; venid: matésmosle y su herencia será nuestra); y de los móviles internos se asciende hasta las últimas manifestaciones y consecuencias.
Por la de los dos hijos muestra a los sanedritas la realidad de su desobediencia a Yahvéh y su falta de docilidad a los emisarios del Señor y de penitencia para aceptar sus mensajes. Por la de los labradores homicidas trata de hacerles ver que responden a un espíritu de dueños absolutos en una propiedad y en una causa que no es suya propia. En la tercera no hay aplicación directa y personal como en las precedentes. Se resalta en cambio, la ingratitud y la desconsideración de los principales invitados de Yahvéh y se anuncia veladamente la destrucción de una ciudad que cuenta con tales habitantes.
Osada y descaradamente han inquirido sobre los poderes personales del Hijo del hombre, prescindiendo de cuantas señales les ha concedido dentro y fuera de Jerusalén y del Templo, lejos de ellos y en su presencia, al comenzar y al concluir su ministerio. Han olvidado que los poderes de que disfrutan son delegados, no propios como los del Mesías, poderes cuya justificación primordial consiste en su recto empleo. Incapaces de encararse con la personal responsabilidad, le obligan a proponerles en voz alta, en público y a tiempo todavía, unos puntos para un examen de conciencia a fondo. Las conclusiones de la forzada autocrítica, las obtiene y se las formula el propio hombre de Nazaret: Al alzarse internamente con los bienes divinos han prevaricado de su condición de administradores fieles. Los avisos reiterados y progresivos de Yahvéh y particularmente el último, el suyo propio, han resultado contraproducentes. El final inevitable es que perderán la posesión y la vida.
El silencio que sigue es sepulcral, mayor si cabe que tras la segunda parábola. Sanedritas y fariseos saben que cualquier imprudencia puede resultarles funesta. Habiendo venido furiosos y dispuestos a prenderle en uso de su legítima autoridad y por sí mismos, quedan tan confundidos y desorientados que, sin replicar palabra, optan por retirarse para deliberar a solas, no ante el pueblo.
Imposible negar la autoridad y la visión superior del que se llama Hijo del hombre. Esta vez, la enésima, se ha impuesto al Sanedrín, delante de todos. No lo pueden negar. Mas no negarlo no es sinónimo de aceptarlas y de someterse a ellas.
Los asaltos de los grupos de presión
Los herodianos y el pago del tributo al César
La retirada es momentánea y estratégica. Deliberan no sobre la verdad de la autoridad de Jesús y de su Persona sino cómo le podrán coger en alguna palabra. No están escarmentados, por lo visto, y se obstinan en dar con un pretexto, en conseguir de Él, en sacarle una sola palabra para entregarle al poder y jurisdicción del Procurador (Lc., XX, 20). Cabildeos secretos con los sumos sacerdotes e idas y venidas de los fariseos, preparan y disponen la operación. Fracasado el ataque frontal, siguen los laterales.
Intelectuales y políticos, escépticos y crédulos, puestos de acuerdo, han distribuido sus fuerzas para intentar un nuevo asalto a la fortaleza. Los primeros que reciben la orden de ataque son los adictos a la causa y a la persona del raposo, los conformes con la dominación romana, los impopulares herodianos. Constituyen un grupo político no una facción religiosa, mas va para dos años que los fariseos se concertaron con ellos a fin de ver cómo eliminar al Nazareno. Elogios redondeados, variados y exactos, se imaginan valerles de parapeto-preátnbulo para su andanada-parlamento:
—Maestro, sabemos que eres sincero (que hablas y enseñas rectamente, Lc., XX, 21), que enseñas el camino de Dios con verdad, sin importarte de nadie, porque no eres aceptador de personas (Mt., XXII, 16).
Se han despachado con magnanimidad regia, como expertos de estirpe en la captación de benevolencias. Su elogio es el más dilatado en boca de contrarios al de Nazaret. Levantan acta notarial y dan fe pública en favor del iletrado hijo de José y de varios de sus méritos patentes. Olvidan los prodigios por los que toda Palestina se halla maravillada pero atestiguan y loan su sinceridad como hombre, su seguridad como maestro, su integridad como varón de Dios. Algo otorgan los piropos de estos políticos de la oportunidad. Pero ¿gratuitamente, con desinterés pleno?
—Dinos, pues —añaden—, ¿qué te parece: (Nos) es lícito pagar tributo al César o no? (Mt., XXII, 17). ¿Pagamos o dejamos de pagar? (Mc., XII, 14).
Vuelve al primer plano la delicada cuestión de los tributos. Y vuelve ante un pueblo celoso de su independencia y en presencia de sus autoridades, no en una esquina de Cafarnaúm y a solas con Pedro (§ 215). Se trata, además, no del tributo religioso sino del político, no a favor del Templo sino de Roma y no de una exigencia particular sino de la misma licitud general. Ahora el envuelto es Jesús y ellos los que le urgen. ¿Querrá el Nazareno constituirse en cabeza de rebelión, como Judas de Gamala, ha más de cinco lustros? Ni judíos ni romanos han olvidado al caudillo de la Gaulanítide que por el año 5 «indujo a sus paisanos a rebelarse, insultándoles si consentían pagar tributo a los romanos y si toleraban, después de Dios, a señores mortales». Gamaliel apelará a la memoria del aplastamiento de esta insurrección para conseguir la puesta en libertad de Pedro y los demás apóstoles presos por el Sanedrín (He., V, 37). ¿Bendecirá Jesús, situándose en el otro extremo e indiferente a la situación de los suyos, el dominio de los perros de Cesarea y de la Torre Antonia, profanadores, sacrílegos, impuros? El publicano Mateo, único de los evangelistas que registró la exacción del lago, es, de los sinópticos, el que refiere este episodio con mayor extensión.
Los herodianos no se han engañado en sus ponderaciones. El Maestro, ha leído en sus rostros la maliciosa intención. E inquebrantable, fidedigno, seguro, veraz, les responde:
—Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Mostradme la moneda del tributo (Mt., XXII, 18-19).
No sentían lo que decían. La melosidad suele encubrir la falta de sinceridad. Descubiertos en sus miras torcidas, puede que esperen aún que el Rabí de Galilea, tan manso y tan bueno, pese a los elogios que le han tributado, corneta alguna imprudencia capital. Desconcertados han de ser urgidos:
—Traedme un denario, que lo vea (Mc., XII, 15).
No tardan, efectivamente, en presentarle la moneda de mayor circulación en el imperio romano, su unidad monetaria. A diferencia de las acuñadas en Palestina, es de plata, no de bronce, y lleva efigies humanas. Ejemplares abundan en los que aparece grabado el busto de Tiberio en una cara y la emperatriz Julia Livia sentada y con un cetro y una flor en la otra. La aceptación de esta moneda simboliza el acatamiento de la soberanía romana. Y al contrario, el que se aventura a negar a Roma el derecho a imponer este tributo, incurre en la condenación a la máxima pena.
Se transparenta la expectación. Los más no pestañean y apenas respiran. El Maestro, ¿aceptará o rechazará la licitud del tributo? Guerra y paz pueden pender de lo que Él responda. Una palabra suya y las teas de todos los odios sociales, políticos y religiosos, crepitarán. No ha cursado estudios en las escuelas rabínicas que discuten el problema y no es muy amigo de argucias retóricas ni sofísticas. Pronto y con facilidad, sin embargo, les dará la solución que le piden.
—De quién lleva la imagen y la inscripción? (Lc., XX, 24), pregunta a los mismos herodianos, señalando al haz o cara del denario que le muestran.
—Del César —le responden.
Inmediata es la réplica del Maestro:
—Devolved, por tanto, lo que es del César al César y lo que es de Dios a Dios (Mt., XXII, 21).
La coartada ha fracasado. El Nazareno también sabe de soluciones políticas. Contra lo que esperaban no les ha dado lugar para desacreditarle ante sus compatriotas y para acusarle ante el Procurador. Esto intentaban. La salida les deja sorprendidos y desarmados. No salen de la admiración: Les ha enseñado el camino de Dios con mayor verdad de la sospechada. Nada se les ocurre que aminore o disimule la derrota y optan por callar, abandonarle y retirarse.
Paradójicamente los que concilian su condición de judíos con la sumisión a un César pagano, se han prestado a provocar la declaración formal de la ilicitud del tributo al infiel. ¡Infelices las religiones que perviven al vaivén de políticas sin criterio! Las más de las veces las cuestiones morales se resolverán en función de las presiones del momento. Una religión auténtica mantendrá e inculcará el respeto y la cooperación debidos a la autoridad legítima e igualmente proclamará los derechos de Dios sobre las sociedades y sus integrantes, sean súbditos o dirigentes. El reconocimiento del derecho del César al denario, no es óbice para enseñar y sostener que acciones y omisiones del César, como las de los demás mortales, sean privadas o públicas, se hallan sometidas a la ley y al juicio de Dios. Dentro del ámbito de la ley moral está integrada la bondad de toda gestión social o política. Ni siquiera el César, por ser César, puede hacer lo que le plazca. La clarividencia política lo ha reconocido así al plasmar derechos y deberes sociales en las Constituciones de los Estados y en las Cartas Magnas de los Supraestados. Inevitablemente la libertad de la autoridad, como la de los súbditos y la de la vida humana en general, es un juego con reglas.
Los saduceos y su anécdota sobre la ley del levirato
Los herodianos y las cuestiones políticas han fracasado en el intento de envolver y denunciar al Maestro. Los saduceos, facción religioso-política flexible y escéptica, acomodaticia y presuntuosa, no se extrañan. A ellos, los prácticos, los abiertos, los positivos, los distinguidos de Israel, no les ocurrirá lo mismo. Esta aristocracia influyente y adinerada se las sabe todas.
Con su ascenso a la palestra llega el turno a las cuestiones religiosas.
No emplean preámbulos como sus inmediatos antecesores. Hombres experimentados, han traspasado las fronteras patrias y se hallan al margen de toda credulidad. Presuntuosos y desenfadados aborrecen las melosidades. Sin rodeos y poniendo rostro proponen al Señor una cuestioncilla de escuela. Un asuntillo que a menudo les vale para entablar discusión con los fariseos y burlarse de sus escrúpulos.
—Maestro —le dicen, afectando seriedad y respeto—, Moisés nos dejó escrito que si el hermano de uno muere y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos. El primero tomó mujer pero murió sin dejar descendencia. La tomó el segundo y también murió sin dejar descendencia. Y el tercero lo mismo. Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos murió igualmente la mujer. ¿En la resurrección, cuando resuciten, de cuál de ellos será esposa? Porque los siete la tuvieron por mujer (Mc., XII, 19-23).
El caso, como se ve, es tan verdeante y groserillo como las concepciones religiosas que lo inspiran. Una viuda va pasando por los brazos de los seis hermanos de su consorte difunto según que limpia y sucesivamente enviuda. Todo en conformidad con la ley del levirato, prescrita en el quinto libro del Pentateuco, Deuteronomio.
El Maestro evita en su respuesta referirse al caso propuesto y da, primero, la doctrina general para refutar, a renglón seguido y Pentateuco en mano, el principal error saduceo. La versión de Lucas es aséptica y ática, casi académica. Las de Marcos y Mateo, en cambio, son directa e inmediatamente correctivas, y más si cabe la del amanuense de Pedro que la del recaudador de Cafarnaúm. Errores y personas son rectificados. No es Jesús de la índole de aquellos maestros que con tal de quedar ellos a salvo, jamás contradicen concepto o proceder alguno, por erróneos o perniciosos que sean o resulten. l no sacrifica la verdad a una no bien entendida caridad. Por el contrario: Se diría que ubica ésta en dejar bien sentada aquélla. Con la peculiaridad, fácilmente constatable, de que ni siquiera parece temer a que se le tache de duro por la forma de expresarse o de producirse.
Inicia la respuesta una corrección de plano, asertoria en Mateo, interrogativa en Marcos:
—Erráis, no conociendo las Escrituras ni el poder de Dios (Mt., XXII, 29). ¿Acaso no erráis por esto, por no conocer las Escrituras ni el poder de Dios? (Mc., XII, 24).
A continuación niega el supuesto en que fundan toda la historieta. Como efecto que es de la resurrección gloriosa dç los cuerpos, en la vida de los elegidos no ha lugar a casorios ni a comercios carnales algunos:
—Los hijos de este siglo toman mujer o marido, pero los que fueren hallados dignos de tener parte en el otro mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido porque ya no pueden morir, pues son semejantes a los ángeles e hijos de Dios por ser hijos de la resurrección (Lc., XX, 34-36).
Se enfrenta de seguido con la cuestión capital: Hacen burla de la resurrección de los cuerpos porque no creen sinceramente en la inmortalidad del alma y en la omnipotencia divina. Pero puesto que se jactan de admitir los cinco primeros libros de la Biblia, recurre al segundo, el del Éxodo, capítulo III, para probarles que las almas de los muertos viven y que sus cuerpos han de resucitar:
—Que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob (Lc., XX, 37).
Cierra las rectificaciones con una sentencia-resumen, diametralmente opuesta a las funerarias de los materialistas judíos:
—Porque (el Dios de Abraham, Isaac y Jacob) no es Dios de muertos sino de vivos pues todos viven para Él (Lc., XX, 38).
En Marcos se lee una última corrección-síntesis, generalizadora y exenta de cualquier paliativo:
—Muy equivocados andáis (Mc., XII, 27).
Los saduceos no aparecen mucho en la vida pública del Señor y cuando lo hacen es detrás de los fariseos, como respaldándoles. La levadura contra la que previno a Los apóstoles en la paz del lago, ahora es definitivamente descartada. Jesús, limitándose a desarrollar la proposición inicial, disecciona hasta las entrañas la mentalidad y el espíritu latentes en su cuestioncilla, pensamiento y latido incompatibles de todo punto con una religiosidad genuina. El golpe es fuerte, en la testuz y en presencia de lo más representativo de Israel. Los toros bravos del sadu-ceísmo no volverán a presentarse en el ruedo de las ideas controvertidas. Eso sí, de ofrecérseles oportunidad cornearán sin piedad al Maestro que ha refutado públicamente sus errores.
Mateo, el evangelista de las enseñanzas, registra aquí el asombro, la estupefacción de las muchedumbres, ante la doctrina del Maestro. Para los israelitas sin dolo que concurren a este forum único y para S. Pablo Y cuantos en el correr secular de la historia luchan por someter la carne a la ley del espíritu, resulta estimulante escuchar de labios divinos que hombres y mujeres, tras resucitar, serán como ángeles en los cielos. El respeto a la dignidad de la persona (hombre y mujer) nadie lo ha promovido como Él. Este respeto y la consiguiente consideración para con el plan del Creador, evitan de raíz esos cánceres de las sociedades arcaicas y hodier-nas que son la poligamia, el divorcio, el amor libre, la homosexualidad, el lebianismo, las drogas, el alcoholismo.. No es por Jesús ni por seguidores suyos como Agustín, Benito, Francisco, Domingo, Ignacio, Teresa, Javier, Moro, Paúl, Sales, Bosco, Damián, por quienes Ghandi afirmará que la cultura de Occidente difunde la inmoralidad en tanto que la de Oriente tiende a elevar la existencia ¡noral. Si Europa y América y África vuelven a las andadas que denunciara Pablo de Tarso ante los de Oriente y de Occidente, no será por el cristianismo sino bien a pesar de él.
A varios de los escribas presentes les resulta somáticamente imposible reprimir su admiración y contento. El entusiasmo les arrastra a prescindir momentáneamente de los prepotentes saduceos y de los fariseos taimados que agitan la palestra.
—Maestro —dicen a Jesús tomando la palabra ante el pleno de la concurrencia y cerca de los que han pretendido impugnarle—, has hablado bien (Lc., XX, 39).
Si los herodianos testimoniaron su integridad como hombre, estos letrados suscriben la excelencia de su doctrina como Maestro del Espíritu. Que no solamente la plebe maldita y no diplomada reconoce y proclama los méritos y talentos del Hijo de María y de José.
Los fariseos y el mayor Mandamiento de la Ley
El campo ña quedado despejado y sin adversarios. Los fariseos sinceros, alagados en lo íntimo, sienten la atracción del Mesías y se agrupan en torno a Jesús. Nadie como Él ha defendido su dignidad de judíos y ha mantenido la objetividad de sus creencias humanas y religiosas fundamentales. Los no tan sinceros experimentan la vanidad de haber dispuesto el ataque por sectores que ha ocasionado la confusión y derrota de sus adversarios políticos y religiosos.
Esta es, quizás, la situación en que el fariseísmo como grupo y concepción religiosa monoteísta y espiritual se halla más cercana al Nazareno. Los mejores entre los leones del judaísmo entienden que un domador así es irreductible y que no restará otra solución que concluir sometiéndose a Él. Otros, sin embargo, reacios y resentidos como consecuencia de tantas acometidas estériles, rugen por dentro y presionan hasta conseguir un nuevo ataque. Mas, ¿cómo y por dónde comenzar? Pero hay que hacerlo. Alguna dificultad han de ponerle para que no quede aquí, en el Templo del Dios Vivo de Israel, como Maestro Supremo. Si permiten esto, confiesan tácitamente su condición de Mesías y facilitan su irremisible victoria.
Un escriba fariseo ha presenciado con satisfacción el varapalo administrado a los saduceos. Con su pregunta saca del atolladero a los de la secta-partido. Conoce el terreno que pisa e interroga con discreción:
—Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley (MI., XXII, 36), el primero de todos? (Mc., XII, 28).
Seis meses hará que de camino hacia Jerusalén un doctor de la Ley le planteó una cuestión similar. La respuesta del Maestro fue entonces una contrapregunta. Logró que el doctor respondiera con brillantez y acierto (§ 235). No utilizará esta vez igual procedimiento. Responde por si mismo. Miembros del tribunal máximo de Israel están presentes y se le examina con carácter oficioso. La respuesta que da es rápida, fundamentada y concluyente:
—Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente Y con todas tus fuerzas (Mc., XI!, 29-30). Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como .a ti mismo. De estos das mandamientos penden la Ley y los Profetas (Mt., XXII, 38-40). No existe otro mandamiento mayor que estos (Mc., XII, 31).
Ha citado textos de dos libros del Pentateuco: el Deuteronomio y el Levítico. Con su autoridad confirma la de la Escritura y ratifica para siempre la mejor exégesis de los doctores israelitas fieles a la palabra y al espíritu de Yahvéh. Ha comenzado pronunciando el Shema, el término inicial de la profesión de fe hebrea, a recitar un mínimo de tres veces al día por cualquier israelita fiel.
El escriba se da por satisfecho. Ha salido airoso de una comisión difícil. Evitó entablar polémica con el verdadero León de Judá y no insiste inquiriendo sobre la identidad del prójimo como el doctor de Lucas. Más: la síntesis del Maestro le satisface sobremanera. Se acabó el marear y el marearse maestros y discípulos con listas inacabables de preceptos positivos y negativos, máximos, pequeños y mínimos. El aprendizaje de los 613 puede que, pese al esfuerzo memorístico, no secara la piedad judía pero les convertía en eruditos. Desde ahora y para siempre todos los creyentes saben qué es lo fundamental, podrán apuntar a ello y subordinarle cuanto sea accesorio. Y al traducir el amor afectivo a Dios en el efectivo a los prójimos, la beneficencia humana acreditará la benevolencia divina y que la salud procede de los judíos.
Con libertad de espíritu no exenta de prudente mesura (también el escriba se atiene a los textos de la Escritura), le manifiesta su aprobación y conformidad plenas:
—Muy bien, Maestro. Tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él; y que amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios (Mc., XII, 32-33).
Complacen a Jesús la cortesía del escriba y su celo por la doctrina. Tras de que el Maestro ha pasado por discípulo, el otro maestro le obsequia ante lo principal de Israel y en una situación límite, con un sobresaliente -cum laude. El escriba hace justicia a la sabiduría divina. Repara sin mencionarlas calumnias de correligionarios como tildar al Nazareno de Beelzabul, de embaucador del pueblo, de endemoniado y loco, de blasfemo. No es que se comprometa personalmente. Sólo certifica de la bondad doctrinal del Maestro. Bastante es respecto de lo que le falta. Expresamente se lo indica su preguntado:
—No estás lejos del Reino de Dios (Mc., XII, 34).
Al igual que herodianos y saduceos, el escriba le ha llamado maestro. A diferencia de ellos y como otros colegas en el lance anterior, prodama la excelencia de su doctrina. Algo significa que el segundo evangelista registre esta confirmación. Mucho ha subido el crédito del Nazareno cuando escribas de los fariseos le interrogan en materia de la Ley y sobre asunto en el que les consta su sentencia. Mas no le basta a este Maestro un asentimiento preferentemente intelectual. Posee Él las llaves del Reino y para permitir la entrada exige correspondencia entre lo volitivo y lo intelectivo. El escriba está, sí, junto a Jesús, pero no se hallará con Él y en Él en tanto que no le acepte como a la caridad misma con la que ha de amar a Dios y al prójimo en el grado reclamado por el supremo mandamiento de la Ley.
Ni el escriba ni otro alguno de los fariseos presentes le echan en cara que se arrogue el juicio sobre la proximidad y la pertinencia al Reino de Dios. Con Gamaliel han intuido que es sumamente arriesgado aparecer como gente que se opone a Dios (He., V, 39). Todos los pulsos dialécticos se han cerrado con la victoria del Maestro de Galilea. Las acometidas verbales han concluido.
A partir de este momento la iniciativa la posee Él en exclusiva. No atacará de costado y con rodeos.
Jesús les interroga en público
El versículo inicial del Salmo CIX
La coyuntura le favorece. Reunidos ante sí y ante el pueblo tiene a sus más sutiles y enconados adversarios. No se atreven a preguntarle y les interrogará Él.
De cómo respondan puede depender la posición oficial de Israel respecto del Mesías. La cuestión que entraña es la que desde las declaraciones públicas del Bautista, deberían haberse esforzado por resolver los estudiosos de las Escrituras hebreas. Se trata de la cuestión clave, de la incógnita última a resolver, de la piedra de toque de la fe israelita. De entrada les pregunta:
—Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo? (Mt., XXII, 42).
—De David, le contestan al punto y a coro los mismos quizás que en la fiesta última de la Dedicación pretendieron lapidarle por confirmar su condición de Mesías-Hijo de Dios en sentido personal y único.
—¿Cómo, pues —les urge pausadamente—, David, movido por el Espíritu, le llama Señor cuando dice: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate ami diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies»? (Mt., XXII, 43-44).
Al cotejo de la parábola de los viñadores homicidas con el salmo CXVII, adiciona una consulta sobre el salmo CIX, el de la realeza universal y el sacerdocio perpetuo del Mesías. Ni Él ni el numeroso auditorio reclaman con una palabra o con un gesto la respuesta. Esta no llega y el Señor concreta y sintetiza la cuestión:
—El mismo David le llama Señor; ¿cómo entonces puede ser hijo suyo? (Mc., XII, 37).
El propósito de la incitación es claro: Deben dilucidar si el Mesías o Cristo, además de ser un hombre de carne y espíritu como los demás, es o no algo más que los demás hombres. Fija el problema y les sitúa en el camino para que, guiados por Él, den con la personalidad verdadera del Mesías. Como hiciera con los Doce en Cesarea de Filipo va para diez meses, sólo que por una vía diferente. Aquí, sentado el pie en un terreno común, esto es, partiendo del testimonio válido de la Escritura inspirada por Dios. Allí, apelando a la experiencia personal de todos y cada uno de los Apóstoles. En rigor, sin embargo, el recurso presente corona y remata otros muchos de Él y de ellos. Así, apeló Él ante ellos al conocimiento que de Él poseían a través de las obras obradas por Él . Y dos días hace que apelaron ellos ante Él una y otra vez por-verle aceptar sin inmutarse los hosannas al Hijo de David . A esta designación Él ha preferido y antepuesto la más discreta de Hijo del hombre. Con todo, en este momento cumbre no sólo vindica su filiación davídica sino que invoca el sentido profundo de la realeza del Hijo de David. De sus obras y de su doctrina han podido colegir que la autoridad inquirida de Él proviene de su condición de Mesías. Mas esto no es todo. Hay mucho más. ¿Qué relación existe entre el Mesías y Yahvéh? ¿Qué nueva luz aporta el versículo inicial del salmo CIX? ¿Cómo interpretarlo? Los tres sinópticos subrayan a su modo la importancia de la exégesis: Se trata de la única cita simultáneamente nominativa en tres de los cuatro evangelios.
Los observantes, celadores e inspiradores de Israel hacen derivar de las Escrituras toda fe en el ser de su Dios Vivo. De ahí que nada puedan desechar de lo que la inspiración del Espíritu declare acerca de este Ser. Otro proceder equivale a quedarse con la parte de la Escritura que favorece al intérprete y a su grupo y prescindir de las revelaciones que no les agradan y convienen. La sola lectura de los siete versos del salmo que les cita Jesús, obliga a preguntarse si el sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec es sólo una figura literaria o una realidad también. Si los preguntados lo aceptan como una realidad, ¿este sacerdos in eternum puede o no ejercitar sus poderes en la carrera de su vida mortal sobre los templos materiales y espirituales, vivos o muertos?
El Maestro deja sin resuello a una crítica con mayor susceptibilidad que vuelo en el alma. Le basta con plantear la problemática de este solo versículo: ¿Cómo David llama al Mesías su Señor si el Cristo es hijo de David? ¿Cómo admitir que proceda de David por generación natural si David se refiere a Él como a un ascendiente suyo con dignidad similar o igual a la de Dios Padre? Mentores y graduados de Israel no saben qué responder. No articularán palabra ni arriesgarán una idea para dar una respuesta razonable al hijo de José, el artesano nazarita. Cuando les preguntó hace unas horas sobre la naturaleza del bautismo del hijo de Zacarías, optaron por responder que lo ignoraban Ahora ni siquiera uno solo de ellos pronuncia una sílaba. Y son tres los salmos que en poco tiempo quedan sin descifrar: el VIII, el CXVII y el CIX. Poseen más cultura bíblica que los apóstoles y que Pedro en concreto. Prefieren, con todo, callar como muertos. Lo nota bien la multitud que con el alma puesta en los oídos viene siguiendo el singular certamen.
Hacen bien: Lo humanamente inexplicable solamente se explica si la divinidad blasfemada tiende la mano a la humanidad extraviada por su orgullo y por sus pecados. Callan ellos y callan con ellos los doctrinarios de Israel y de todos los siglos. El Maestro, con harto mayor motivo que su seguidor Pablo, podría afirmar de sí que deshace sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios (2 Cor., X, 4-5). La Palabra de la Verdad y de la Vida se ha impuesto en la Casa del Padre. El Hijo del hombre verifica plenamente su misión de ser luz para todo hombre que viene a este inundo. El gran candelabro sigue encendido y alumbra la Casa de Israel y del orbe.
Reprobación final de escribas y fariseos El capítulo XXIII de S. Mateo
Los enemigos de Jesús no volverán a discutir con Él ni a intentar cogerle en palabras, pero nunca le perdonarán su sabiduria y su fortaleza.
Este es el momento que elige para poner de manifiesto las tinieblas del espíritu humano, las que impiden la visión de sus adversarios. También puede ser el momento del gran escándalo para los timoratos. La durezade l capítulo XXIII de S. Mateo sorprenderá únicamente si no se tienen en cuenta la actitud de fariseos y escribas y la abundancia de sus conflictos con Jesús y los apóstoles. Activa o pasivamente uno de cada cuatro relatos de la vida pública tiene que ver con ellos. Eso hasta el Domingo de Ramos. A partir de este día y hasta este momento, intervienen en todos los episodios. Sus actuaciones han ido en progresivo aumento. Desde comienzos, octubre del 27, hasta el llamado Sermón del Lago, otoño del 28, los roces o encuentros llegan a ocho. Incluida la Fiesta de los Tabernáculos, octubre del 29, suben a 11. Desde entonces y hasta este momento, se multiplican y alcanzan los 23.
Mateo no retrocede ante varapalo semejante. Es él, judío y publicano, quien trasmite el episodio con mayor vigor y extensión. Marcos y Lucas escriben para romanos y gentiles y le dedican sólo tres versículos. Pero adviértase: Marcos, el ajeno a los grandes discursos, lo sitúa aquí, y Lucas, el más cuidado en el estilo y la disposición, pese a incidir en reprobaciones análogas a las que sólo él registró, respeta la cronología y el texto íntegro de Marcos.
Mas ¿cómo el Señor se comporta así, cuando precisamente los mejores no están contra Él, los más toleran sus enseñanzas e invectivas y ninguno de ellos se atreve a impugnarle? No están —externamente— contra Él, pero ¿están con Él en el grado que debieran? Y son los santos y los sabios y los fuertes del pueblo bandera. Ellos fueron los que arrastraron ante Él a una infeliz adúltera. Y los que incoaron proceso al ciego de nacimiento por haber sido sanado en sábado. Todo en vano: silencian la victoria ajena. Y omitiendo declaraciones que expresa y pública y solemnemente debieran hacerse, también se blasfema contra el Espíritu Santo. Porque el Salvador ha ido muy adelante y ya no le bastan la confesión de Simón-Pedro en Cesarea de Filipo ni la de Marta en Betania. Él y su mensaje precisan las que se reservan consciente y calculadamente los señores de Israel y del Templo. Han visto y ven pero no han creído ni quieren creer. Por ello, como Él les predijo, permanecen en su pecado y corren el riesgo inmenso de morir en él.
Aunque no lo desee, le obligan a prevenir falsos escándalos posteriores. Presentándoles no como ellos se presentan sino como por dentro son, contribuye a salvar lo salvable del pueblo fiel y de la humanidad creyente.
Fariseísmo y saduceísmo
El valor de los textos, por otra parte, es perenne y universal. Siempre se tenderá a cubrir con apariencias externas la escasez de verdad en los entendimientos y de bondad en los corazones. De las exageraciones sin contenido real del fariseísmo se salta fácilmente a las indiferencias letales del saduceísmo. El primero engendra al segundo. Y ambos se apartan de la vía que lleva hacia Dios al espíritu humano. Por carta de más el uno, por carta de menos el otro. Peligrosos los dos, parece que individualmente lo es más el fariseísmo y colectivamente el saduceísmo.
Se filtrará el primero por los entresijos menos perceptibles de los espíritus fervientes. Estimará su celo y su causa como los únicos propios de Dios y a sus criterios como los solos aceptables. Incluso declarará en su fuero interno y en el de su influencia o dominio, enemigos patentes de la religión y de la patria a quienes no sientan o piensen a su dictado, aun en materias legítimamente opinables y discutibles.
Por razón de su escepticismo exagerado perjudicará el segundo a la condición racional humana. Sobrevalorará lo útil, lo práctico, lo agradable, lo inmediata y económicamente rentable. Impidiendo el vuelo del espíritu se expone a vivir con un nivel de racionalidad inferior al de los brutos de la tierra. Cuando menos lo sospeche aparecerá repugnante por su indecencia, por su grosería, por su cinismo. Le harán corona muchedumbre de hombres y mujeres sin criterio, halagados por la desaparición de controles que promete toda rotura aparente de vínculos morales y sagrados. Únicamente cuando saduceísmo y saduceístas experimenten en carne propia o muy allegada los horrores a que conducen sus errores, es posible que tengan valor para remontarse hasta las causas y renegar de sus ídolos.
Son frutos, uno y otro, de todas las épocas. Y los dos, fariseísmo y saduceísmo, convergen en rechazar, detestar e intentar ocultar e instinguir la verdad en la caridad (Ef., IV, 15) que los reprobó y reprueba.
Introducción y acusaciones fundamentales
Véase cómo procede el Señor. En silencio y dolidos se han retirado escribas y fariseos. Habla primero a la muchedumbre y a sus discípulos y les habla de aquéllos y no para loarles. Se acercan pronto fariseos y escribas y a ellos se dirige en directo, presentes como están en calidad y buen número.
Censura, en primer lugar, no a las personas concretas y particulares sino a una levadura, a un espíritu. Descubre este ante seguidores y simpatizantes para que se guarden muy bien de el. Los de la levadura denunciada se han sentado en la cátedra de Moisés. La condición de hombres de letras y de gobierno hace que las consecuencias de su acción resulten más contagiosas y perniciosas. Por razón de sus cargos y ministerios interpretan legítimamente la Ley, pese a una vocación que se ha torcido interesadamente. En cuanto intérpretes razonables de una Ley de suyo razonable, se les debe crédito y obediencia. No se les ha de imitar, sin embargo, en su proceder particular por la falta de coherencia con el predicar.
Salvado el principio de autoridad, Jesús se emplea a fondo. La disección no tiene detalle que perder. Tres son las acusaciones fundamentales:
lª: Escribas y fariseos dicen y no hacen.
2ª: Ponen cargas insoportables sobre las espaldas de los prójimos pero ellos no las mueven siquiera con un dedo.
3ª: Hacen todas sus obras para ser vistos de los hombres (Mt., XXIII, 5), esto es, ansían las alabanzas de los mortales en lugar de las del Inmortal.
A la vista de todos se hallan las manifestaciones de la particularidad última. Llaman la atención por el porte exterior y por los adornos de filacterias y de orlas. En banquetes y sinagogas se afanan por ocupar los primeros puestos. Arden en deseos de ser saludados en las plazas. Conocida es su afición al apelativo de rabí, maestro.
Jesús rechaza este título para sus discípulos y seguidores. Sólo existe un Padre acreedor a este nombre por parte de todos y cada uno de los humanos: El del Cielo. De igual modo los suyos no cuentan más que con un único y verdadero Maestro y Doctor: El enviado del Padre, el Cristo. El mayor de los cristianos en el saber no tanto pretenderá la denominación de maestro o de doctor, exclusiva del Mesías, cuanto lograr ser, de hecho, el primer y mejor discípulo de su Señor, Jesús:
—No llaméis a nadie en la tierra Padre vuestro porque uno solo es t'uestro Padre: el del cielo. No os hagáis llamar maestros porque uno solo es vuestro maestro: Cristo. El mayor entre vosotros sea vuestro servidor. Porque el que se ensalce, será humillado, y el que se humilla, será ensaL-zado (Mt., XX[II, 9-12).
A escribas y fariseos les falta la identidad —o el estado de empeño permanente por alcanzarla— entre teoría 'y práctica, doctrina yrealidad, decir y hacer. El concepto cristiano de maestro es integral. No consiente su reducción a sola la enseñanza especulativa. No tolera abstracción entre la doctrina enseñada y la vivencia propia. En consecuencia mal pueden ser maestros de virtudes humanas y cristianas, los faltos de compasión, los inmisericordes, los que no alivian las cargas de los prójimos con el propio esfuerzo, los que les oneran hasta hacerles insoportable la vida. Vano y nocivo será igualmente que pretendan la consideración de doctores en la Ley aquellos que radicalmente vician la religiosidad al ambicionar para sí, en lo secreto del corazón, la gloria del Señor, la que nunca dará a otro.
El espíritu farisaico de subordinarlo todo a las apariencias externas, de parecer más que de ser, repugna absolutamente al del Hijo del hombre, Busca y procura siempre israelitas sin dolo. Él no puede aceptar un espíritu que lo es sólo en figura, carente de nervio y de consecuencias morales, polilla de cualquier elevación ascética y carcoma de toda superación humana.
Le interesa reprobar expresamente y dejar anatematizado ante sus seguidores actuales y futuros, este espíritu de contentamiento con las meras apariencias exteriores, sin contenido alguno interno que las vivifique \ justifique.
Versiones específicas de la levadura farisea
A las acusaciones generales con sus pruebas, siguen, vivas, rápidas, llameantes, las versiones específicas de la hipocresía farisea y la condenación sin paliativos de los que las personifican y mantienen. Se cuentan hasta ocho, incluyendo la que aporta Marcos. En su totalidad son de carácter moral, sin que se advierta una gradación calculada de intento.
Escribas y fariseos al ocupar la puerta del reino de los cielos y no entrar, tampoco dejan entrar a los demás. Son de aquellos que ni hacen ni dejan hacer. ¿Quién no recuerda su actuación en el milagro del ciego de nacimiento?.
Utilizan las prácticas de la religión para saciar su sed de bienes terrenos, cayendo sobre los de los humildes y los desamparados. Las oraciones largas les sirven de pretexto para devorar las casas de las viudas. Bajo capa de piedad disimulan la codicia con daño grave de la causa de Dios.
El afán de lograr prosélitos les lleva a girar por tierra y mar mientras que las ovejas bajo su custodia restan abandonadas y famélicas, sin pastor y sin defensa. Su proselitismo apunta a ilustrar el entendimiento, dejando de lado la reforma de las costumbres y la humildad del corazón. El gentil prosélito se comportará después al igual que ellos: se ufanará de conocer la Ley pero no conformará la vida con ella. Por esto lo hacen dos veces más digno del infierno que ellos: la ignorancia del gentil carecerá de disculpa.
Son guías de ciegos que con sus distinciones nimias y sin fundamento religioso verdadero, socavan la fuerza obligatoria del juramento y dañan la vida familiar y social. Estriban estas en la veracidad y en la sinceridad. Poner a Dios por testigo debe ser para causas que lo merezcan, por razones de peso, no por motivos inconsistentes o inconfesables. Mucho menos para abandonar a los padres en la indigencia por razón de la consagración al templo de los bienes propios.
En el orden moral ocurre que las prescripciones particulares están integradas en los mandamientos y éstos en la ley natural. Cabe hacer genuflexiones múltiples ante un altar sin doblegar ante Dios entendimiento y voluntad. La práctica sincera de la justicia, de la misericordia y de la fe llevan a no descuidar los detalles del pago del diezmo por la menta, el hinojo y el comino, pero no al revés. Tras el rigor por la observancia de lo accidental, escribas y fariseos ocultan el abandono práctico de lo esencial. Por esto les vuelve a llamar guías de ciegos. Echándoles en cara que cuelan el mosquito y se tragan el camello, fija uno de los caracteres más señalados de toda hipocresía moral.
A Yahvéh no le satisfacen las meras apariencias ni se le engaña con ellas. El vaso lo quiere limpio por fuera y por dentro. Le importa la purificación interior, de la que en ideas y costumbres dimana la exterior. Ciego es el fariseo que, lleno por dentro de rapacidad y de avaricia, cuida hasta la saciedad del brillo externo de copas y de platos.
La séptima de las recriminaciones describe el mismo espíritu minimista y apariencial. Escribas y fariseos se asemejan a los sepulcros blanqueados. Si por fuera parecen vistosos, por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así vosotros —les dice—, por fuera parecéis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad (Mt., XXIII, 28).
Les acusa en la invectiva última de inconscientes e inconsecuentes. Al honrar los sepulcros de los profetas y de los justos, condenan a los que les persiguieron y mataron. La condena es explícita puesto que afirman que si nosotros hubiésemos vivido en la época de nuestros padres, no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los profetas. Al no portarse de modo diferente al de equéllos, la condena revierte sobre sus cabezas. En carne y espíritu son hijos de los que mataron a los profetas.
Conclusión
La conclusión no es menos terrible que las maldiciones precedentes: —Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación al infierno?(Mt., XXIII, 33).
Insinceridad y verdad no se compaginan. La segunda condena a la primera y la condena expresamente al infierno. Dios mismo se constituye en causa de condenación para los hipócritas. El Hijo no teme al escándalo de los pusilánimes. De intento enviará profetas y sabios y escribas para que sean muertos y crucificados, azotados y perseguidos, por ellos y por los que participen de su espíritu. De este modo logrará que sobre ellos revierta toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la de Abel el justo hasta la de Zacarías, asesinado entre el santuario y el altar.
Lo que anuncia sucederá en breve. Ellos colmarán la medida de sus antepasados. Fija plazo para que se prevengan:
—Yo os aseguro: Todo esto recaerá sobre esta generación (Mt., XXIII, 36).
Ni una sílaba se oye al concluir Él de hablarles. Ningún profeta de Israel ha llegado tan lejos. En su figura y en su rostro han contemplado el más claro destello del poder de Dios. Al cernirse sobre ellos la indignación de Yahvéh, no se han movido. Y Jesús se ha arrogado facultades divinas y ha hablado como Dios. Esta vez no se escandalizan ni nada le reprochan a pesar de haberse erigido en causa de condenación para los presentes que respondan al espíritu anatematizado. Él no teme al falso escándalo de los que le escuchan ni al de ninguno de los obstinados en maldecir de la justicia de Dios por no ser capaces de conciliarla con su bondad.
Páginas terribles estas del capítulo XXIII de S. Mateo. No se pueden omitir como tampoco otra alguna de unos evangelistas que, esforzándose por ser fieles a la ejecutoria y al pensamiento de su Señor, ni escriben ni pueden escribir todo lo que hizo y enseñó. Página de las inconsecuencias de los que nos creemos consecuentes con nuestra condición de criaturas racionales y espirituales. Para que nadie presuma. Para que el que está en pie mire y no caiga. Para que el que pretende hacer de faro para los demás, cuide instantemente de apartar las tinieblas del propio vivir y sentir.
Reconvención a Jerusalén
Se cierra el capítulo con una reconvención a la ciudad sobre la que ha dos días derramó lágrimas. Todos los hijos de Jerusalén han tenido cabida dentro de su corazón. En las subidas recensionadas por el cuarto evangelista, se ha esforzado por atraerles y salvarles, sin hacer excepciones. Los desvelos y su amor no han encontrado la correspondencia debida. De ahí su queja:
—Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas y no has querido! (Mt., XXIII, 37).
Prueba esta reconvención que un paternalismo recio y sano no está reñido forzosamente con el sentido de justicia más profundo. Reprobar todo paternalismo es reprobar la vida misma. Aparte de que no todo paternalismo es reprobable. Particularmente, el de Dios. En cuanto a la criatura humana, no cabe que tanto individual como colectivamente, desoiga y deseche a su Salvador. En rigor, más deben buscar hombres y mujeres a Dios que Dios a ellos. Pero si Dios baja a buscarles y tras reiterar los llamamientos, ellos se niegan a prestarle oídos y a obedecerle, el castigo entonces puede ser inminente e inevitable. Es lo que anuncia Jesús:
—He aquí que se os va a dejar desierta vuestra casa (Mt., XXIII, 38).
Por segunda vez en tres días predice abiertamente la ruina de Jerusalén. Hace la predicción dentro del Templo y no enumera circunstancias como en la primera, mas el acento de dolor por la insensibilidad de la Ciudad de David es idéntico. Profetiza más ante los que, impresionados fuertemente, le rodean. No le volverán a ver hasta que en una segunda venida de Él exclamen: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Torna sobre el salmo CXVII y alude a la victoria de la piedra desechada por los constructores. Pero ¿se refiere a la venida espiritual para los que se convierten a Él en el tiempo de merecer o a la definitiva del triunfo suyo en el juicio final? Parece que podrían aceptarse las dos, mas por razón del contexto y del siguiente capítulo de Mateo puede que aluda preferentemente a la segunda. Los que le han de bendecir son los ya convertidos. Con ellos está hablando. Lo que implica que no todos los de Jerusalén le desecharán y que hasta entonces serán no pocos los del pueblo de Dios que rectifiquen pensamiento y conducta con relación a Él, Jesús.
Al concluir las invectivas contra escribas y fariseos se han retirado, Él, discípulos y adictos a otra parte del Templo. En la intimidad, ante los que le dan crédito, revela sus sentimientos y la suerte futura de ellos y de la Ciudad Santa. El discurso contaría así con dos epílogos: uno en público y otro en privado.
¿Por qué no lo dirige a los saduceos igualmente? Una explicación podría ser la retirada previa de los mismos. Otra porque Él consideraría menos peligrosa para su causa la incredulidad de los espíritus groseros que la hipocresía exacerbada de las almas falsamente espirituales. Pero quizás no fuera necesaria la reduplicación. Y se explica: Porque el que permanece escéptico ante las relaciones obligadas, reales y dignas de la criatura racional con su Creador —y con un Creador que prueba su manifestación visible— no incurre poco, ciertamente, en un fariseísmo refinadamente hipócrita.
El valor de los dos leptos de la viuda
El episodio anterior ha tenido lugar lejos de todo oído gentil. únicamente podía acaecer ante un público entendido en las Escrituras y conocedor del culto a Yahvéh, el Dios Único, Personal y Vivo. El sitio fue, probablemente, el primero de los patios interiores del Templo, el de las mujeres, extenso rectángulo de más de cincuenta metros de largo por setenta de ancho.
Para llegar a él se pasaban la balaustrada, la primera escalinata y la Puerta de Corinto o Hermosa. Entre esta y la Gran Puerta, la de Nicanor, se extendía el atrio dicho. En uno de los laterales y entre columna y columna había instalados trece cepillos, llamados cuernos o trompetas por la forma de su abertura. Contiguo a ellos estaba el tesoro del Templo. Aquí se recibían los tributos, se aceptaban las limosnas, se recogían las rentas y se administraban los bienes de la Casa del Dios de Israel. Los ingresospor razón del tributo y de las limosnas se acrecentaban en estos días de la Pascua. Las hileras de israelitas constituían un elocuente exponente de la fe del pueblo elegido. Posible es que tras los precedentes anatemas del Profeta Galileo se sintieran todos más dadivosos.
Marcos escribe que Jesús se sentó frente al gazofilacio o arca del Templo. Mientras descansa, contempla el espectáculo de los fieles que echan monedas de cobre en los cepillos. Ve a muchos de los ricos que echan mucho. Observa también que una viuda muy pobre deposita sus únicas monedas: Dos leptos, monedillas equivalentes las dos a un cuadrante romano, o sea a la cuarta parte de un as, la unidad del sistema monetario romano para las monedas de cobre. Como, según referencia del mismo Jesús, por un as se adquirían dos pajarillos, el valor adquisitivo de los dos leptos de esta ofrenda era tan solo de medio paj arillo.
La munificencia de esta viuda aquí y en este día le conmueve como le conmovió la esplendidez de María, hermana de Lázaro, en Betania hace cuatro. Para Aquél que en este mismo gazofilacio se ha proclamado luz del mundo y ha sostenido su filiación divina en sentido exclusivo (§ 249), no cuenta que la diferencia cuantitativa entre las dos ofrendas sea del orden de los 19.199 cuadrantes. El ánimo de sus seguidores ha de guardar constancia de la gratitud del Señor del Templo a los humildes que, al ofrendar a Dios y a su culto lo único de que disponen, se ofrendan a sí mismos. ,Jo distantes de Él se hallan los discípulos. Les llama y les dice:
—En verdad os digo que esta pobre viuda ha echado más que todos los que echaron en el gazofilacio. Porque todos han echado de aquello que les sobraba; ésta, en cambio, echó todo lo que poseía de su pobreza, todo su sustento (Mc., XII, 43-44).
Su medida, una vez más, no es la de la mayoría de los seres humanos. Éstos miran a lo externo. Él atiende a lo interno.
Revelación escatológica
La destrucción del Templo y de la ciudad
Tercera predicción
En el ánimo de los discípulos pesa la repetición de la profecía acerca del fin de Jerusalén. Salen del Templo y ascienden por la cuesta del Olive-te. Algunos ponderan de propósito la magnificencia de la construcción. Uno se lo hace notar a Jesús intencionadamente:
—Maestro, mira qué piedras y qué construcciones (Mc., XIII, 1).
No tarda Jesús en aceptar la velada invitación a tratar sobre el tema:
—Ves estas grandes construcciones? —le responde señalando la panorámica espléndida ofrecida por el Templo—. No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida (Mc., XIII, 2).
Es probable que Pedro reciba esta tercera predicción de la ruina del Templo y de la Ciudad de David. La transmite Marcos y va en segunda persona de singular. Pedro, además, encabeza el grupo de los cuatro que al atardecer, sentado Jesús en el Monte de los Olivos, se le acerca para interrogarle confiadamente y en la intimidad:
—Dinos cuándo sucederá eso y cuál será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse (Mc., XIII, 4).
Testigos de otras verificaciones, plantean la pregunta hábil y consideradamente. Simón halló el estater en la boca del pez. Han visto resucitado a Lázaro. Esta mañana contemplaron el espectro de la higuera maldecida. Los cuatro —Pedro, Santiago, Juan y Andrés— obsequian al Maestro dando por realizada esta otra predicción. Consta por Mateo que a los interrogantes por la ruina de Jerusalén añadieron los del final del mundo. La doble pregunta da pie para una doble respuesta. Es el llamado discurso escatológico o sobre lo último en la línea del tiempo, exclusivo de los tres sinópticos.
Prevención contra los falsos mesianismos
Les previene en primer lugar contra toda otra venida o parusía diferente de la suya:
—Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: «Yo soy el Cristo» y engañarán a muchos (Mt., XXIV, 5).
Ante las noticias y rumores de sedición y de guerras, recomienda serenidad y entereza. No han de tener miedo. Prevenidos sí; aterrados no. Sucederán pero no es todavía el fin. A veces resultarán ciertas: Se levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino. A lo que se sumarán temblores de tierra, hambres y pestes, prodigios espantosos, grandes señales en el cielo. Todo ello no será más que el comienzo de los grandes dolores.
A estos signos, de los hombres unos, de la naturaleza otros, precederán las persecuciones y los arrestos de los suyos. La comparecencia ante los que rigen, gobiernan y juzgan a las gentes, les deparará oportunidad excelente para testimoniar sobre su condición de cristianos. Recomienda no preparar la defensa de antemano. Cuando les detengan no les debe preocupar lo que han de responder:
—Porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir vuestros adversarios (Lc., XXI, 15).
En tal hora no serán ellos los que hablen sino que por su boca, según Marcos, hablará el Espíritu Santo. Lo que no impedirá que se les azote, se les atormente y, finalmente, se les mate. A los tormentos corporales se adicionarán los morales. Amigos, parientes, hermanos, padres e incluso hijos, entregarán a los suyos. Los desalientos, en consecuencia, abundarán y traiciones y odios se entrecruzarán. La proliferación de falsos profetas seducirá a no pocos. Al crecer la maldad se enfriará la caridad.
—Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre (Lc., XXI, 17).
No les oculta que como los demás mortales y mucho más que ellos, estarán sujetos a los vaivenes y a las angustias de los tiempos. En seguida añade para alentarles:
—Pero no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas (Lc., XXI, 18-19). El que persevere hasta el fin, ése se salvará (Mc., XIII, 13).
La abominación de la desolación: señal cierta
Se refiere después a la ruina del Templo. Ya el profeta Daniel (IX, 27; XI, 31), habló de la abominación de la desolación. Más que de una catástrofe se trata de un conjunto de sucesos catastróficos. Lucas fija la señal inequívoca de su llegada: Cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos. Esta señal da a los que le escuchan. Alejarse de ella será el único modo de evitar los días de venganza. Les urge a huir de Jerusalén y de la región de Judea:
—Quien esté en el terrado, no baje ni entre a recoger algo de su casa y el que esté en el campo no se vuelva atrás para recoger su manto (Mc., XIII, 15-16).
Emplea otros cinco ejemplos para significarles la imperiosa necesidad de huir. Con la plegaria lograrán que la huida no acontezca ni en invierno ni en sábado. Tal será la tribulación que otra semejante no la hubo desde el principio del mundo ni la volverá a haber (Mt., XXIV, 21). En los tres
sinópticos se describen algunas de sus características:
a) necesidad o grande hambre en el país;
b) cólera contra el pueblo judío;
muerte al filo de la espada;
d) deportación a todas las naciones;
e) dominio de Jerusalén por los gentiles durante tiempo indeterminado;
f) imposibilidad de no perecer todos de no abreviar el Señor tales días;
g) reducción de los mismos en atención a los elegidos.
Reitera la prevención contra los falsos Cristos y los falsos profetas. Surgirán y harán milagros y prodigios grandes para engañar y seducir también, si posible fuera, a los elegidos:
—Vosotros, por tanto, estad sobre aviso. Mirad que os lo he predicho todo (Mc., XIII, 23).
Verificación de la profecía
Las recomendaciones del Señor no serán olvidadas. Llegado el momento, Simeón, obispo de Jerusalén, sucesor de Santiago el Menor, abandonará la ciudad con los cristianos y se refugiarán en Pella. Este poblado de Perea es identificado hoy con Hirbet Fahil, a la altura de Beisán, en la margen izquierda del Jordán, 5 Kms. tierra adentro.
Numerosos son los monumentos visibles de la verificación del vaticinio. Testimonio mudo pero elocuente son los 28 metros al descubierto y accesibles del muro occidental, el denominado de las lamentaciones. Sus hileras de bloques de piedra de metro y medio de largo por uno de alto, evocan sin cesar lo sucedido. Igualmente hablan por sí solas, la explanada del Templo, huérfana de pórticos, balaustradas y edificios, y la roca del Santísimo al desnudo, en el interior de la Cúpula de la Roca o Hubbet es-Sahrah, edificada entre los años 688 y 692 d. C.
En Roma y para perpetua memoria, se alza el arco triunfal de Tito Flavio Vespasiano. Celebra el sitio y la toma de Jerusalén el 7 de setiembre del año 70. Según referencias de Flavio Josefo, en aquella gran tribulación hubo madres que devoraron a sus propios hijos, llegando a 600.000 las víctimas del hambre. 1.100.000 fue el total de los judíos que perecieron en el asedio. 97.000 cayeron prisioneros en el transcurso de la guerra, siendo condenados a suplicios o reducidos a esclavitud. Tal fue el número de crucificados que faltó madera y espacio para las cruces. Con anterioridad a la catástrofe, dos años antes, en el 68, la sangre de las 8.500 víctimas de los zelotes sicarios de Juan de Giscala, convirtió en un charco inmenso los recintos del lugar sagrado.
El fin del mundo
Señales de la segunda venida del Hijo del hombre
El pueblo del que proviene la salvación no puede alegrarse ya a la vista de lo que fue la Casa del Señor pero puede verificar la veracidad del Ungido de Yahvéh. El cumplimiento de su primera predicción anticipa y garantiza la realización de la siguiente. Nexo para tratar del fin del mundo es el aviso reiterado contra los mesianismos falsos.
Su venida para juzgar a los hombres será instantánea y universalmente notoria: Como el relámpago —dice— que sale por oriente y refulge hasta occidente (Mt., XXIV, 27). La precederán señales en el sol, en la luna y en las estrellas. El sol —precisa S. Marcos—, se oscurecerá, la luna perderá su resplandor, las estrellas comenzarán a caer del cielo (Mc., XIII, 25). Las gentes se consternarán en la tierra por el estruendo del mar y de las olas. Al conmoverse los poderes del cielo, la inquietud y el miedo enloquecerán a los hombres.
Luego de todo esto aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre (Mt., XXIV, 30). A la vista de la cruz los pueblos todos de la tierra prorrumpirán en lamentaciones. En una nube verán llegar al Hijo del hombre con gran poder y majestad (Ib.). Este Hijo del hombre —el propio Jesús—, enviará a sus ángeles y reunirá a sus escogidos de los cuatro vientos, desde un extremo de la tierra al otro del cielo, al sonido de una gran trompeta. Lo revela ante los íntimos no para que sus apóstoles y seguidores se desalienten y desesperen sino para lo diametralmente opuesto:
—Cuando comiencen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se aproxima vuestra liberación (Lc., XXI, 28).
La sucesiva aparición de tales señales constituirá el aviso de que el Reino de Dios se halla a las puertas. Los que en este atardecer de abril le escuchan deben aprender de las higueras que tienen en derredor: Cuando los ramos se ponen tiernos y les brotan las hojas, todos conocen que se acerca el verano. Respecto a la eversión del Templo y de la ciudad, no pasará la generación que le ha conocido sin que cuanto ha predicho se cumpla exactamente. Pero el suceso apunta más allá. La palabra del Hijo del hombre es más firme que los quicios del universo entero:
—El cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán (Lc., XXI, 33).
El día y la hora: alertas
En cuanto al día y a la hora del juicio final no los precisa a diferencia de los de la ruina del Templo. Se trata de datos reservados para el Padre como la concesión de los puestos a la derecha y a la izquierda en la gloria del Hijo. Marcos, registrando una hipérbole valiente de la fe de Pedro, escribe que fuera del Padre nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo mismo (Mc., XIII, 32). Lo que sí anticipa Jesús es que la venida definitiva del Hijo del hombre, la de la parusía (vocable reservado por el Nuevo Testamento en no menos de 23 textos para significar esa segunda y postrera venida), sorprenderá desprevenidos a hombres y a mujeres como ocurrió con el diluvio en los días de Noé. Del asedio de Jerusalén será posible librarse abandonando a tiempo y con diligencia la ciudad. No así de este juicio y de sus resultas:
—Entonces estarán dos en el campo: uno será tomado y otro dejado. Dos mujeres estarán moliendo en la muela: una será tomada y otra dejada (Mt., XXIV, 41).
Las consecuencias de cuanto lleva dicho, fluyen con facilidad: Conveniencia suma de vivir alertados, razón de ser de tal conveniencia y necesidad de orar siempre:
—Velad, pues, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor (Mt., XXIV, 42). Estad atentos y vigilad porque ignoráis cuando será el momento (Mc., XIII, 33). Estad, por tanto, en vela y orad en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está por venir y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre (Lc., XXI, 36).
Las exhortaciones son constantes e insistentes. Él no se cansa de repetir, aunque renovando continuamente la forma o el matiz, procura no cansar repitiendo. Realista y leal con los seres humanos, no se le escapa el peligro de que ligados de lleno éstos en las redes de la existencia actual, queden sin alas para volar a su destino. Las almas pierden de hecho la sensibilidad, la orientación y el gusto por lo transcendente y lo inmortal, porque consienten que, como apunta el Señor, los corazones se emboten con el libertinaje, la embriaguez y los afanes de esta vida (Lc., XXI, 34). Previene contra estos grandes riesgos con diversas comparaciones y parábolas.
El juicio final sorprenderá a los desprevenidos ya que como un lazo caerá de improviso sobre todos los habitantes de la tierra (Lc., XXI, 35). El Hijo del hombre se presentará en la hora menos esperada. Como el dueño vigilante de la casa (§ 274) que no se deja sorprender por el ladrón, así han de procurar no verse sorprendidos por el juicio (Mt., XXIV, 43). Se comporta el Señor al igual que un hombre que marcha de viaje y deja el gobierno y la administración de su casa a los criados, encargando a cada uno el trabajo conveniente. Deben vigilar porque ignoran cuándo regresará, si al atardecer o a medianoche, al canto del gallo o de madrugada (Mc., XIII, 34-36). Como ya lo hiciera (§ 274), vuelve a distinguir entre el siervo fiel y prudente y el siervo malo. El primero merecerá ser puesto al frente de toda la hacienda porque cuidó de la servidumbre hasta la llegada de su señor. Castigará terriblemente al segundo por impacientarse y descuidarse, maltratar a sus compañeros y comer y beber con los borrachos (Mt., XXIV, 45-51).
Parábola de las diez vírgenes
Únicamente en S. Mateo hallamos las dos parábolas con las que Jesús exhortó a la vigilancia en esta ocasión.
La primera, sin precedentes, es la de las vírgenes. Éstas, según costumbre oriental, toman sus lámparas para salir en la noche de las bodas al encuentro del esposo. Salen diez y de ellas, mitad por mitad, unas son previsoras y las otras no. Las cinco primeras son calificadas por Jesús de prudentes. Las otras cinco de necias.
Con motivo: Se retrasa el esposo, el sueño las asalta y todas se duermen. Media la noche cuando alguien las despierta con un. grito: ¡Ahí está el esposo, salid a su encuentro! Rápidamente se ponen en pie y preparan las lámparas. Las necias caen entonces en la cuenta de que el aceite de las alcuzas no les basta. Recurren a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite que nuestras lámparas se apagan. Suplican en vano. Les responden las prudentes: No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras. Es mejor que vayáis a donde están los vendedores y os lo compréis.
En tanto que-las necias se alejan y hacen la compra, se presenta el esposo. Las vírgenes prudentes iluminan su entrada y concurren al banquete nupcial. Tras pasar ellas se cierra la puerta. Las vírgenes necias llegan después. Antes perdieron la ocasión de representar su papel. Ahora reclaman del esposo: ¡Señor, señor, ábrenos! Él les responde: En verdad os digo que no os conozco (Mt., XXV, 1-13).
La parábola de los talentos y la de las minas
La segunda parábola es la llamada de los talentos. Por sus analogías de forma con la de las minas, se indican las diferencias y las semejanzas:
1) Refiere Lucas la de las minas; Mateo la de los talentos.
2) El motivo del viaje del hombre principal era, en la primera, la colación del poder real, mientras que en esta segunda no es precisado.
3) En la de Lucas figuran 10 criados y a cada uno se le entrega una mina, es decir, 100 denarios o dracmas que era el valor de la mina en la época del Nuevo Testamento. En la de Mateo figuran sólo tres criados, con la particularidad de que al primero se le dan cinco talentos, al segundo dos y al tercero uno, a cada uno según su capacidad. Como en el Nuevo Testamento el talento equivalía a 60 minas, estos reciben, respectivamente, 30.000, 12.000 y 6.000 denarios o dracmas.
4) En la primera el señor es odiado por sus conciudadanos, quienes envían tras él una embajada con un mensaje secreto: No queremos que reine sobre nosotros. En la segunda no hay referencia al odio ni al mensaje.
5) En las dos se exige rendición de cuentas al regreso del señor pero en la primera en lugar de referirse a los diez criados con una mina cada uno, se trata únicamente, como en la segunda, de sólo tres criados.
6) El resultado de la negociación varía en las dos parábolas. El primer y el segundo criado de Lucas logran aumentar 10 y 5 veces, respectivamente, sus depósitos monetarios. En la de Mateo, el primer y el segundo criado duplican los suyos, que, por otra parte, son 300 y 120 veces mayores que el de los que únicamente recibieron una mina.
7) La buena gestión de los dos primeros es premiada en Lucas con el gobierno de tantas ciudades como minas presentan. Mateo aporta una aprobación más explícita (Bien!, siervo bueno y fiel), y sin excluir el premio temporal (fuiste fiel en lo poco, te pondré al frente de lo mucho), concede patentemente el esencial (entra en el gozo de tu señor).
8) Las coincidencias mayores se dan en el tercer criado de las dos parábolas. Uno y otro reputan a su señor respectivo como hombre severo o duro por idénticas razones: a) tomas lo que no depositas y siegas lo que no siembras (Lc.); b) quieres cosechar donde no has sembrado y recoger donde no has echado (Mt.). Los dos dejaron de negociar con su depósito dominados por el temor a perderlo. El uno guardó su mina en un pañuelo. El otro escondió en tierra el talento. Los dos devuelven intactos mina y talento.
9) El siervo de Lucas es condenado por su propia boca (ex ore tuo condemno te). El de Mateo es calificado de malo y perezoso. En una y otra parábola no rechaza el señor la impugnación de exigente pero no acepta y se disgusta con los dicterios de riguroso e injusto que merece a estos dos siervos.
10) En la parábola de Lucas el siervo malo es condenado solamente a perder su mina. En la de Mateo, en cambio, el siervo inútil pierde su talento y se le condena, además, a ser arrojado a las tinieblas exteriores. En las dos se les condena no sólo porque ellos no han trabajado negociando, sino porque disponiendo de medios no han facilitado el trabajo de otros. Se ha de añadir que en Lucas el máximo castigo no es para el siervo perezoso sino para los enemigos del señor que no han querido que reine sobre ellos. Estos son degollados en presencia del señor.
11) Ni en una ni en otra parábola se teme, por último, al enriquecimiento de cualquiera de los siervos más diligentes y afortunados. Tampoco dan como ilícita la negociación de los banqueros.
Fácil y provechoso es el cotejo de estas parábolas con enseñanzas recientes del Magisterio de la Iglesia. Hoy como ayer y siempre, la aplicación de los talentos urge el derecho y el deber de contribuir según (la personal) posibilidad al auténtico progreso de la propia comunidad. Aquellos que retienen improductivos sus bienes o privan a su comunidad de las ayudas materiales o espirituales de que experimenta necesidad.., ponen en grave riesgo el bien común.
Descripción del Juicio Universal
Cierra la revelación de este atardecer y el capítulo XXV de S. Mateo la descripción del juicio final. Expresa o tácitamente Jesús lo ha venido anunciando a lo largo de su predicación y en no menos de once parábolas ha tratado de sus particularidades. Lo comunicado fragmentaria y ocasionalmente sobre la celebración del juicio final, se revela aquí de modo integral y concluyente.
El carácter reparador, glorioso y triunfal de su segunda y definitiva venida, queda ratificado desde las primeras palabras. Todos los ángeles del Hijo del hombre le escoltarán. La majestad del Hijo de Dios quedará patente ante las naciones de la tierra por diferentes que sean sus razas, sus lenguas, sus costumbres, sus religiones.
Congregadas las generaciones de los hombres sin excepción alguna, procederá Él mismo a separar los unos de los otros. Emplea una comparación significativa para los que le escuchan. Igual que el pastor aparta las ovejas de los cabritos, Él pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. E inmediatamente les dará las razones de la separación. Primero se dirigirá a los de su derecha, los elegidos. Después a los de su izquierda, los reprobados. La contraposición de motivos y la plastización de estos en manifestaciones corporales, perceptibles, precisas, claras y dentro de las posibilidades morales de la inmensa mayoría de los humanos, es lo nuevo y lo admirable de la descripción. Las puertas del Reino preparado desde el comienzo del mundo, las abrirá Él, el Rey de la Creación, para los que denomina benditos de mi Padre. Del reino mesiánico traslada al eterno a los que guiados por la fe en Él, han aceptado verle, tratarle y servirle en las personas de sus prójimos. Son los que, por ello, han remediado a los hambrientos, a los sedientos, a los peregrinos, a los desnudos, a los enfermos, a los encarcelados. La sorpresa y el gozo de los elegidos serán tales que prorrumpirán al instante en preguntas de asombro: ¿Cuándo, dónde, cómo, en quién o en quiénes te hemos visto hambriento, sediento, peregrino, desnudo, enfermo, en la cárcel, y te hemos socorrido? A lo que Él, el Rey, Jesús, Hijo de Dios y del hombre, responderá identificándose con el prójimo más necesitado:
—En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis (Mt., XXV, 40).
Los de la izquierda, al contrario, quedarán anonadados por la temible sentencia del Juez de vivos y de muertos:
—Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles (Mt., XXV, 41).
Y, sin interrumpirse, añadirá las causas:
—Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me acogisteis; estaba desmido y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel y no me visitasteis (Mt., XXV, 42-43).
Extrañados de su propia falta de visión, los réprobos intentarán excusarse:
—¡Señor!, ¿cuándo te vimos harnbrientó o sediento o peregrino o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos? (Mt., XXV, 44).
La respuesta pública del Juez y Señor cortará toda posible réplica: —En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno\ de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo (Mt., XXV, 45).
El enlace con las enseñanzas anteriores es visible: Para la condenación ha bastado no ya la comisión del mal evitable y prohibido sino la mera omisión del bien factible y mandado. Por otra parte, en el examen postrero acerca del amor quedan incluidas las obras de misericordia espirituales, venero de las corporales, y no se excluyen los otros juicios anunciados por Jesús a su tiempo: Sobre la ira y las injurias (Mt., y, 21-22); sobre la blasfemia contra el Espíritu Santo y toda palabra ociosa (Mt., XII, 32, 37); sobre la incredulidad de las colectividades ante lds milagros del Señor (Lc., X, 11-15); sobre la impaciencia del siervo que no obra conforme a la voluntad de su dueño (Lc., XII, 45-48); sobre la reprobación que atrae el que le rechaza a Él y a sus palabras (Jn., XII, 47-48). El mismo que tiene poder para juzgar, el Hijo del hombre y de Dios, lo enseñó en la defensa que de sí hiciera luego de curar al paralítico de la Piscina Probática: Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal para la condenación (Jn., V, 28-29).
Simón-Pedro, uno de los que en este inolvidable atardecer escuchan y rodean al Maestro, habrá de sosegar inquietudes suscitadas por la pretendida inminencia de la parusía. Ante el Señor, escribirá, un solo día es como mil años y mil años como un solo día (2 Pe., III, 8). Mientras el sol se pone y a la vista del Templo que caerá un día de setiembre del año 70, el mismo deseado Señor Jesús concluye su revelación escatológica. La sentencia-síntesis ilumina el misterioso destino de la vida y pesará hasta el fin, se quiera o no, sobre los seres humanos de todas las épocas:
—E irán estos (los que se condenen) al suplicio eterno y los justos (los que se salven) a la vida eterna (Mt., XXV, 46).
(Lectura sosegada del libro: Jesús, Escándalo de los Hombres, de S. J. Manzano Martín) Julián Escobar.
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