Sábado Santo
La oración sacerdotal de Jesús
Para el Hijo: la glorificación del Padre
La sobremesa de esta Cena se cierra y sella con la más extensa de las oraciones del Maestro. En otra ocasión uno de sus discípulos le pidió que les enseñara a orar. En la presente no media petición alguna. Es espontánea y ante los Once, no a solas como después de multiplicar los panes por primera vez ni presente una muchedumbre como antes de resucitar a Lázaro. Por ello, los Once van a escuchar no una oración episódica y rápida o de fórmula fija, pauta de cualquiera otra individual o colectiva, sino la substancia, el contenido y la forma misma de los ruegos del Hijo del hombre al Padre Eterno.
El Cenáculo pudo ser su marco, ciertamente. Tendría en este caso otro título más para ser considerado como la primera iglesia del mundo cristiano, como la madre de todas las iglesias. Es posible que Maestro y discípulos estuvieran de pie.
Jesús, al iniciarla, eleva sus ojos al cielo y dice:
—Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti (Jn., XVII, 1).
El Padre le ha glorificado más de una vez sin pedírselo. En Belén con el cántico de los ángeles. A orillas del Jordán y en la cima del Tabor, designándole como el Hijo amado en quien se complace. Sólo hace tres días que le glorificó en el Templo, accediendo el Padre a la petición del Hijo.
En esta noche no pide la glorificación del nombre bendito del Padre sino la de su propia Persona. Para entenderlo se ha de reparar en que para Él y en su caso, glorificación equivale a inmolación. Ese es el timbre de su obra, la que rehuyera en Caná y la que anunciara hace tres días en el Templo:
—En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, se queda solo, pero si muere da mucho fruto (Jn., XII, 24).
Añádanse otras igualdades que ahora explana. La glorificación del Hijo tiene como objetivos la glorificación del Padre y la salvación de los hijos de Dios. La gloria del Hijo Unigénito, por virtud de su poder sobre toda carne, busca dar la vida eterna a todos cuantos el Padre le ha entregado. Esta vida eterna se ampara y consiste en el conocimiento filial y amoroso del Padre, el único verdadero Dios, y de Él mismo, Jesucristo, su enviado. La igual glorificación del Padre y del Hijo, estriba, por tanto, en este doble conocimiento.
Ni el Padre evita la gloria del Hijo ni el Hijo la del Padre, sino todo lo contrario, la procuran. En los dos glorificación se emparenta con desinterés absoluto y generosidad máxima. El conocimiento claro con alabanza que solicita Jesús para Él y para el Padre, es en interés y provecho de la criatura humana y plenamente a expensas de las Personas Divinas. A su felicidad esencial nada pueden añadir los mortales. Si de éstos precisaran en algo, serían tan indigentes como ellos.
—Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encargaste hacer (Jn., XVII, 4), añade para reforzar la petición.
Con creces ha procurado Él el conocimiento que solicita. Le ha supuesto una vida pobre, modesta, laboriosa y recogida en Belén, Egipto y Nazaret. La contradicción y la persecución le han acompañado en la pública de Galilea y de Judea. Le supondrá la inmediata obediencia de ser levantado en alto. Esta obediencia, no obstante, servirá a los seres de entendimiento despierto, voluntad recta y sensibilidad viva, como piedra de toque para reconocer e identificar la calidad de su dilección. Verdad cierta y digna de ser aceptada por todos es que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales, el primero soy yo, dejará escrito Saulo el de Tarso (1 Tim., 1, 15). El Amante no es un amente, comentará Bernardo de Ciaraval. Los humanos no se avergonzarán de adorar a un Dios en cruz. Este objeto, pese a cualquier canon estético grecorromano, llegará a presidir aras, lares y templos. Mas primero Él, el hijo de Dios, no ha hecho ascos del, ser que creara a imagen y semejanza suyas. Su gloria es la nuestra. Y se desconoce otra, más legítima y plena en todo.
Puede, sin ser motivo real de escándalo ni de envidia para nadie, solicitar del Padre que le glorifique ante ángeles y hombres:
—Y ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía en Ti antes de que el mundo existiese (Jn., XVII, 5).
Para los apóstoles: la santificación en la Verdad
El reconocimiento del Hijo del hombre a los Once es profundo y sentido. Han admitido su Palabra, aceptando cuanto del Padre, de Él y del Espíritu Santo les ha comunicado. Le han reconocido el carácter divino de sus poderes y de su misión. Han sido los primeros en consentir en su invitación a seguirle y en poner por obra sus preceptos y consejos. Ante las pruebas de su dilección, han sido nobles y se han rendido.
El titubeo de Tomás, la garantía sugerida por Felipe, la aclaración interesada por Judas Tadeo, no son óbice para esta parte de la oración sacerdotal. Las oscuridades no se oponen radicalmente al acto de fe. Este se otorga tanto en lo humano como en lo divino, no por razón de ellas, sino a pesar y, más aún, como consecuencia de ellas. Se cree, no porque se vea o resulte evidente lo admitido por la creencia sino porque, no obstante lo que resta entre la claridad poseída y la visión o evidencia plena, se cuenta con otro motivo más poderoso para asentir intelectual, volitiva y afectivamente. Los Apóstoles han contado con ese motivo y no se han retractado de su compromiso interior y exterior, pese a las exigencias fiduciales, morales y comunitarias ulteriores. Hasta este instante los Once han sido consecuentes con la firme y pensada declaración de Cefas en Cesarea de Filipo (§ 200). Ellos, en mayor grado que ningún otro discípulo, han hecho, hacen efectivos, el gran deseo de un rey de Judá, Ezequías: Que el Seol no te alaba ni la muerte te glorifica ni los que bajan al pozo esperan en tu fidelidad. El que vive, el que vive, ése te alaba, como yo ahora (Is., XXXVIII, 18-19 a). Y ellos, como padres a sus hijos, enseñarán la fidelidad de Yahvéh. Porque Él les ha guardado, cantarán salmos todos los días de la vida en la Casa del Señor (Ib., 19 b-20).
De ahí que los Apóstoles sean muy del Padre y del Hijo. En ellos el Verbo ha sido glorificado ya: En la vida de Él en la tierra, mientras habita entre los hombres y antes de que concluya de corroborar su filiación eterna con las pruebas finales. ¿Qué creyente se extrañará de la intimidad de su acento al rogar por ellos?
—Por ellos ruego yo; no ruego por el mundo sino por los que tú me has dado, porque tuyos son. Todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío y yo he sido glorificado en ellos. Ya no estaré más en el mundo pero ellos sí estarán en €1 mundo y yo voy a ti (Jn., XVII, 9-1a).
No dispondrán del aliento de la presencia tangible del Maestro. Se verán aparencialmente solos y frente por frente con un espíritu que Él no les ha infundido y del que algo tienen que ver originariamente y por la aportación personal de las prevaricaciones propias. Con ese espíritu —el de las tinieblas y sus obras— tendrán que habérselas, pese a los miedos y miserias de cada uno. Mas para vencer con eficacia y verdad precisan una unidad similar a la del Padre, la del Hijo y la del Espíritu. Como Ellos, han de ser una misma cosa. Lo que en las Personas Divinas se da por naturaleza, ha de verificarse en los Once por gracia.
Sube el calor del acento en la petición de Jesús. Los ha guardado y los ha defendido hasta ahora en el nombre de su Padre. Expresamente afirma que solamente uno se ha perdido: el hijo de perdición. Aludiendo a los salmos XL, 10 y LIV, 14-15, añade que así se cumple la Escritura. No hace problema de esta aseveración ni de los que lo harán de toda predestinación, adversa o favorable. Les revela que Él, el Verbo Encarnado, ha sido para ellos el Ángel del Gran Consejo, su inspirador, impulsor y custodio. Orando así ante ellos pretende, nada menos, que tengan en sí mismos la alegría colmada, el gozo cumplido, que Él posee.
Profesan la Palabra del Hijo, la Sabiduría común a las tres Personas. Han dejado de responder al espíritu del mundo, contrario al de Dios. Los mundanos, el mundo, en desquite, les aborrecen y les odian. No tardará en comenzar a verificarse la predicho por Jesús: Os entregarán a las torturas y os matarán y seréis odiados de todas las naciones por causa de mi nombre (Mt., XXIV, 9). Juan compone su evangelio en la década última del siglo i. En los 899 versículos no se halla referencia alguna al martirio que padeciera en Roma o a su destierro en Patmos. El evangelista de la caridad consigna por dos veces, en cambio, la reiterada afirmación de su Maestro: Ellos, los Once, no .son del mundo, como yo no soy del mundo.
No siendo de los del mundo, han de vivir en el mundo e influir en el acierto de los destinos del mundo, pese al odio del mundo. Igual que enseñara en la petición última de su oración, redacción de Mateo, suplica Él del Padre para sus Apóstoles:
—No te pido que los retires del mundo sino que los guardes del Maligno (Jn., XVII, 15).
El Maligno y el mal del mundo se apoyan y escudan en mentiras más o menos parciales y disimuladas. Por el contrario, el bien cristiano (que integra al humano), se fundamenta y respalda en la verdad plena y patente. Contra esta y de espaldas a ella, no puede darse perfección moral ni culto digno de Dios. La súplica de Jesús se hace más vehemente:
—Conságralos en la verdad: Tu Palabra es verdad (Jn., XVII, 17).
Ese es el desnudo pero firme cimiento que Él pone para la santificación y el ministerio de los cabezas de su Iglesia. La palabra de ellos ha de ser tan verídica como la del Maestro. Se entiende: El mensaje y la misión de los Apóstoles son los de Él y los de Él son los del Padre. La dificultad está aquí: La misión es más divina que humana y la entereza no es el patrimonio común de los descendientes de Adán y de Eva. Mas el Maestro los envía al mundo para lo mismo que Él ha sido enviado por el Padre. Y para lograr que ellos, pese a ellos y al mundo, sean santificados en la verdad, Él se santifica en ella. Quiere decir que Él ha aceptado y acepta todas las consecuencias de la verdad paterna y divina y que, poi costoso que a su naturaleza humana resulte, no retrocede ante ninguna. Lo propio han de hacer ellos, sus elegidos y amigos. Por amor a Él, avanzando sobre el fundamento que Él ha puesto para ellos, se santificarán, su consagración a Dios será real.
Para los creyentes: la unidad en la caridad
Dentro del Corazón del Señor están en esta su hora cuantos a lo largo de los siglos harán propia y propagarán la integral verdad de los Once. Como ha rogado por éstos, ruega por aquéllos. La finalidad de su oración es idéntica:
—Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el inundo crea que tú me has enviado (Jn., XVII, 21).
Ut omnes unum sint. Es el constante estribillo de la oración más ardiente de Jesús. Lo pidió una vez para los Once. Hasta cuatro lo pide ahora para los que han de creer en Él por la predicación de ellos. Como el Padre y el Hijo son una misma cosa, ruega que igualmente lo sean en ellos sus seguidores. Si la santificación en la verdad se debía a la propia santificación del Hijo del hombre, la consumación en la unidad sólo puede tener una causa: La comunicación que hace a todo creyente en Él de la gloria, del amor, del conocimiento que como Hijo tiene del Padre.
A la identidad en la esencia divina sigue la generosidad, la magnificencia en la dilección. Subraya dos veces aquélla y otras dos hace saber que el Padre ama a los cristianos con la caridad perpetua con la que Él ha sido, es y será amado.
De esta unidad en la caridad, fruto del amor del Padre al Hijo y de la correspondencia al mismo por parte de los creyentes, se seguirá que el mundo crea también en la misión divina del Mesías: Tal fuerza persuasiva tiene la unidad en el afecto de sus futuros seguidores. El mundo incrédulo y escéptico no sólo creerá en Jesús como enviado de su Padre, Dios. Admitirá igualmente que el Padre ama a los hijos adoptivos con un amor muy semejante al eterno con que ama a su Hijo Unigénito:
—Yo en ellos y tú en mí para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que yo les he amado como tú me has amado a mí (Jn., XVII, 22-23).
Esta presencia del Señor en medio de los suyos (presencia efectiva por la verdad, la justicia y la caridad), arrastrará consigo que la gracia incoe en ellos la gloria y la gloria remate y corone la gracia. Participarán de su felicidad eterna en el estado de viadores. De muchos modos verán su gloria los que crean en Él.
Una oleada de inmensa gratitud cierra la oración pontifical de Jesús, 'el Sacerdote para siempre. La tributa ante el Padre y sus Apóstoles a cuantos discípulos le han reconocido ya como Legado Divino. Gracia del Hijo ha sido este conocimiento pletórico y circunstanciado del Nombre Bendito de Dios. Premio a la aceptación de sus enseñanzas será la continua ampliación de este conocimiento de Dios y de la dilección sobrenatural que le acompaña:
—Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn., XVII, 26).
La oración de Getsemaní
Pasan de las diez de la noche cuando Jesús y los Once abandonan el Cenáculo. Han de recorrer más de kilómetro y medio, iluminados por una luna espléndida. Lo probable es que desciendan por la vía romana en graderío y que por la puerta de la Fuente o por la de las Aguas pasen al valle del Cedrón. El grupo atraviesa el puentecillo del torrente y a unos treinta metros se adentran en el jardín. (Lc.), de una quinta (Mt.) o finca (Mc.), denominada Getsemaní (Mt. y Mc.).
El nombre hace referencia a la prensa de aceite- que luego de la inundación de 1955, se ha localizado bajo el altar mayor de la gruta, 80 metros al norte, de la actual Basílica de la Agonía. El lugar les es bien conocido. En más de uno de los días anteriores, tras una jornada intensa y prolongada, les ha servido de refugio. Solitario, poblado de olivos y con el telón de la muralla y del Templo como fondo, se presta al retiro y a la oración. Pronto les dice Jesús:
—Quedaos aquí mientras voy allá a orar (Mt., XXVI, 36). —Y de seguido les aconseja—: Orad para que no entréis en tentación (Lc., XXII, 40).
Por indicación suya Pedro y los dos hermanos Santiago y Juan se adentran con Él en la propiedad. Son los mismos que le han visto resucitar a la hija de Jairo y transfigurarse en la cumbre del Tabor mientras oraba. En esta hora le ven que se entristece y angustia, atemoriza y acongoja en un grado que jamás podían sospechar ellos en el Fuerte de Dios. A estos tres discípulos, los más íntimos, no les oculta el estado de su ánimo:
—Triste está ini alma hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo (Mt., XXVI, 38).
Se aleja de ellos a una distancia —dato de Lucas— como de un tiro de piedra. Cae en tierra —Mc.— y puesto de rodillas —Lc.— ora, postrado sobre su rostro —Mt.—. El eco de los gemidos del Maestro les alcanza. Pide al Padre que, si es posible, pase de Él el cáliz de esta hora:
—;Abbá, Padre!, todo es posible para ti. Aparta de mí este cáliz. Pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú (Mc., XIV, 36).
¿Cuándo advirtieron en su Maestro y Señor estas u otras señales de duda o de temor?. La tristeza del Hijo del hombre les invade y les vence. Jesús, al cabo de un rato, se llega hasta ellos. Los encuentra dormidos y le dice a Pedro:
—Simón, ¿duermes?
Despierta Pedro y añade Jesús:
—Ni una hora has podido velar?
Y prosigue, dirigiéndose a los tres:
—Velad y orad para que no entréis en tentación; que el espíritu está pronto pero la carne es débil (Mc., XIV, 37-38).
¿A quién hace referencia la debilidad de la carne? En Mateo Jesús habla a los tres y les reprocha que no hayan podido velar una hora con Él. Es claro que si Él, el Fuerte, se estremece ante la proximidad de su hora, mucho más se estremecerán los débiles. Con frecuencia ha resultado más tolerable sufrir una muerte rápida que no soportar con serenidad y constancia tentaciones persistentes y persecuciones sistemáticas.
Niuna palabra aciertan a responderle. Él, por segunda vez, se aparta de ellos y vuelve a la misma oración. Los términos son similares, aunque el tono es más íntimo y mayor la sumisión del Hijo a los designios del Padre:
—Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu yo-¿untad (Mt., XXVI, 42).
Jesús, en la hora de llevar a cabo su obra, opta por la voluntad del que le ha enviado. Para esto ha bajado del cielo (Jn., VI, 38). La causa de que su Padre le ame es, precisamente,. porque cumple su orden. Obedeciéndole hasta beber el cáliz que le ofrece, sabrá el mundo cómo ama Él al Padre y que obra según le ha ordenado (§ 401). Tres días hace que por un instante la memoria de esta obediencia turbó su alma, pero reaccionó pronto. Él no podía pedir al Padre que le librara de esta hora. ¿Qué. iba a decir?: ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero, ¡si he llegado a esta hora para esto!.
La resolución fue siempre firme y gozosa. No obstante, llegado el momento, la aniquilación de la posibilidad suprema (la plena restauración de la amistad divina), le destroza el corazón. Y busca Él un aliento humano y no lo encuentra. Vuelve de nuevo al lugar de los tres discípulos y los halla durmiendo. Tienen los ojos cargados —escribe Marcos— y no saben qué responderle. Les deja y vuelve a alejarse y a orar por tercera vez, empleando —según Mateo— las mismas expresiones.
La oración llega a ser tan intensa y vehemente que ocurre algo desacostumbrado. A la serie de señales luminosas iniciadas en Caná, cuando todavía no era su hora, sucede otra, tenebrosa, cuyo preludio únicamente es referido por Lucas, el evangelista médico. El Padre no le responde en esta ocasión ni manifiesta expresamente su complacencia en el Hijo muy amado. Se resiste, sin embargo, a dejar solo en esta hora al Unigénito que no halla consuelo entre los suyos. Ante Jesús aparece un ángel venido del cielo, que le conforta. Y en presencia de este ángel, el Hijo del hombre ora con mayor instancia y, pleno de angustia, entra como en agonía. Es en este punto cuando su sudor se hace como espesas gotas de sangre —informa Lucas— que caían sobre la tierra.
Nada más dice el evangelista de Antioquía sobre este caso de sudor sanguíneo o hematidrosis, fenómeno conocido ya por Aristóteles. El médico refiere lo que callaron sus precursores Mateo y Marcos. Al historiador no le asusta el temor que asaltará y vencerá después a copistas temerosos de proporcionar un argumento a los herejes arrianos: El Hijo de Dios sudando sangre ante la proximidad del sacrificio... ¿Dónde aparece la fortaleza del gigante que exulta antes de emprender su carrera? (S. XVIII, 6). ¿No añoraba con gran deseo esta hora?.
Él, Lucas, el profesional, no retrocede ante el suceso y como Pablo, su apóstol y evangelizador, mantiene firme la fe que profesa (Heb., IV, 14). Sí; para el Maestro y Señor es la hora de la máxima turbación, aquella en que llega el Príncipe de este mundo; la de amar a los suyos usque ad finem, hasta el extremo más increíble. Es la hora que todavía no había llegado en las visitas a Nazaret y a Jerusalén, en las fiestas de los Tabernáculos y de la Dedicación: la de dar Él voluntariamente su vida sin que nadie se la quite.
Pero es también la hora de recobrar esa misma vida. Y la hora de ser glorificado y de llevar fruto por morir como grano de trigo y por amar más la vida eterna de los demás que la suya terrena propia. La hora en que Dios sea glorificado en el Hijo del hombre (Jn., XIII, 31-32) y en la que el Padre glorifique al Hijo con la gloria que poseía junto a Él, a su lado, antes de que el mundo existiese. Por su sola obediencia todos serán constituidos justos (Rom., V, 19), le serán sometidas todas las cosas (Ef., 1, 15-22) y se convertirá en causa de salvación eterna para cuan tos le acepten (Hebr., V, 9). La humillación que le supone llevará consigo la exaltación y el otorgamiento del Nombre que está sobre todo nombre: el de SEÑOR (Fil., II, 7-11).
Clave del misterio de esta desolación de abismo es otro misterio: el de la Encarnación del Hijo de Dios. Se vale Jesús de su divinidad para que el cáliz que ha de aceptar su humanidad no disminuya en nada su connatural amargura. Si con excepción de la Transfiguración, la primera se ha ocultado constantemente bajo el velo de la segunda, en esta hora desaparece hasta anularse casi. La víctima propiciatoria queda sola. Y el triple conocimiento humano del Hijo del hombre (el experimental, el de la ciencia infusa y el de la visión beatífica), le auxilia para tener plena conciencia de lo que ha querido y le aguarda.
Horrendum est in manus Dei viventis incidere! (Heb., X, 31). Ningún ángel detendrá, como en el caso de Isaac, el brazo de Yahvéh. Sobre el Cordero de Dios pesa la opresión de los pecados todos de hombres y mujeres de todos los tiempos. Sobre Él revierten la sangre derramada desde Abel hasta nuestros días, los desórdenes de todos los airados, las blasfemias de todos los impíos, las perversiones de los lujuriosos, las aniquilaciones de los drogados, las protervias, las traiciones, las infidelidades todas. Anegado, asfixiado por tanta corrupción, se ve más maldito que Caín y más abominable que Judas. Bastaría esto para dejar destrozada la humanidad sin tacha del más hermoso de los hijos de los hombres. Mas en Getsemaní, en este lagar, la voluntad del Padre sirve de mesa de piedra.
Cuando Jesús se levanta de la oración y se dirige por cuarta y última vez a los suyos, es medianoche. Les despierta y les dice:
—Dormid ya y descansad! ¡Basta! Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en las manos de los pecadores. ¡Levantaos! ¡Vamos! Mirad que está cerca el que me entrega (Mc., XIV, 41-42).
El prendimiento
El ruido de palos y espadas y las luces de hachas y faroles sorprenden a los once. Cuando quieren apercibirse se encuentran rodeados. Apenas si pueden dar crédito a lo que sus ojos somnolientos y sus oídos tardos ven y oyen.
Uno de los Doce, Judas Iscariote, viene al frente de la larga comitiva. Y es el mismo apóstol quien se adelanta hasta su Señor y, al tiempo que le besa en el rostro, le saluda:
—Salve, Maestro! (Mt., XXVI, 49).
La respuesta del Maestro termina de alertar a los once:
—Amigo, ¡a lo que has venido! (MI., XXVI, 50)_
Son palabras dictadas por la bondad y la sinceridad. Dentro del Maestro no hay resentimiento ni hipocresías. Judas, sorprendido pero no ablandado, no reacciona ni responde. A un reproche suave ha de seguir otro más pronunciado:
—Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? (Lc., XXII, 48).
Ninguno de los dos consigue despertar su conciencia. Ha convenido que un beso sea la señal para que los criados del Sanedrín, los guardianes del Templo y los soldados romanos pongan las manos en Jesús de Nazaret y con cautela suma le conduzcan ante el Sumo Pontífice. De ahí no sale.
Ninguno de los que se han anticipado con Judas avanza un paso para prenderle. Esperan a que se reúnan los que rápidamente -se aproximan. Jesús se adelanta hasta ellos y les pregunta:
—jA quién buscáis? (Jn., XVII!, 4).
—A Jesús el Nazareno —le responden.
Jesús les contesta:
—Yo soy (Jn., XVII!, 5).
Los de la numerosa turba oyen las dos palabras, retroceden e instantáneamente caen por tierra. No se esperaban esta demostración de poder. Cuando se levantan, apenas repuestos del susto, de nuevo Jesús les pregunta que a quién buscan. Con menos euforia y mayor modestia, responden otra vez que a Jesús Nazareno.
Replica entonces Jesús:
—Os he dicho ya que yo soy. Así, pues, si me buscáis a mí, dejad i a éstos (Jn., XVIII, 8).
Lo uno por lo otro, les viene a decir. Si yo, el que soy, os consiento que me apreséis, es con la condición de que mis discípulos fieles queden libres. El cuarto evangelista verifica aquí predicciones anteriores del Maestro (Jn., X, 28 y XVII, 12).
Posiblemente en este momento le rodean los once apóstoles. Al ver que, en efecto, su Maestro se dispone a ser apresado, le piden permiso para defenderle:
—Señor, ¿acometemos con la espada? (Lc., XXII, 49).
Uno de los presentes carece de aguante para escuchar una respuesta que intuye negativa. Ha dado su palabra de jugarse el todo por el todo y pasa, por su cuenta, a ponerla por obra. Práctico y expeditivo echa mano a la espada que lleva consigo (ala tomó del Cenáculo?), la desenvaina y cae con ella sobre el satélite más atrevido y próximo. Del primer tajo corta la oreja derecha a un siervo del sumo sacerdote. En el cuarto evangelio autor y víctima son identificados. Mateo, Marcos y Lucas registran el hecho pero, más cercanos al mismo, silencian los dos nombres.
Jesús ordena con prontitud:
—Dejad! ¡Basta ya! (Lc., XXII, 51).
Toma al mismo tiempo la oreja cortada de Malco y le cura —Le.—. Al agresor, Simón Pedro, le reprende ante los presentes:
—Vuelve tu espada a su sitio porque todos los que empuñan espada a espada perecerán. ¿Crees tú que no puedo yo invocar a mi Padre y al punto pondría a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Pero, entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras según las cuales debe suceder así? (Mt., XXVI, 52-54).
A Mateo no le falta probidad y discreción informativa. La corrección está en singular y en segunda persona, pero sólo en Juan se nombra a Pedro por dos veces (Jn., XVIII, 10-11). En el caso de la defensa de su Persona, Jesús reprocha a Judas su beso y descarta con firmeza la espada de Pedro. Ni la delación ni la violencia deberán ser armas que emleen los suyos en los casos personales. Siempre existirán sujetos o tan taimados o tan vigorosos como pudieran serlo ellos. Han de admitir, además, la omnipotencia humana del Maestro, incluso en sus omisiones deliberadas de poder.
Los más interesados en el prendimiento, pontífices, magistrados del Templo y ancianos, han llegado ya. El tribuno y la cohorte o. destacamento de la misma de que habla S. Juan, se mantienen a corta distancia en espera de órdenes. Hacia los responsables de su pueblo se dirige el Maestro. Hombre libre todavía —según el relato de Juan—, tiene algo que decirles públicamente:
—Habéis salido con espadas y palos para prenderme como a un ladrón. Diariamente estaba junto a vosotros enseñando en el Templo y no me detuvisteis. Pero es para que se cumplan las Escrituras (Mc., XIV, 48-49).
David temió y rehuyó poner sus manos en Saúl, Ungido de Yahvéh (1 Sam., XXIV, 7). A estos y a sus jefes no les importa ponerlas en el Hijo amado del Padre. Jesús, sin que apenas lo subraye, consiente en que le prendan. Los que crean en Él y le sigan han de aceptar el sonrojo de esta obediencia. El caso y la táctica de Jesús no son los de Matatías, Judas Macabeo y aquellos otros caudillos de Israel, que prefirieron morir en la guerra antes que contemplar las desgracias de (su) raza y de (sus) santos. Si se precisa una víctima no ha de haber otra que ésta: El Cordero de Dios.
Se acabaron los bríos belicosos de los discípulos. Mientras Él razona en voz alta, los once, tan resueltos hace unas horas e incluso unos instantes, le abandonan. Huyen desperdigados cuando el tribuno de la cohorte o destacamento de soldados romanos y los ministriles de los judíos, a una señal de los responsables, prenden al Nazareno y le atan.
(Lectura sosegada del libro: Jesús, Escándalo de los Hombres, de S. J. Manzano Martín) Julián Escobar.
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