25 de junio de 2023
Ocurrió en los tiempos que siguieron a la Revolución francesa. En un hospital yacía en su lecho un soldado cubierto de horrorosas llagas. Todos estaban asombrados de que pudiera vivir.
—Amigo —le dijo el capellán del hospital—, ya me han dicho lo terrible de sus heridas.
—Reverendo Padre, levante usted un poco la sábana que cubre mi pecho —contestó el enfermo.
Quedó espantado el sacerdote; al soldado le faltaban los dos brazos.
—Ahora levántelo usted más abajo, sobre el lugar de mis piernas...
Ambas estaban amputadas.
—¡Cuánto le compadezco, querido amigo! —dijo el sacerdote conmovido; mas el herido le contestó:
—No, Padre; yo no merezco compasión. Tengo merecido el sufrimiento. Una vez, yendo de camino con mis compañeros, encontramos un crucifijo. Y nos pusimos a destrozarlo. Yo fui el que lo hizo con más vehemencia. Me encaramé en la cruz; con mi espada —corté los brazos y las piernas de Cristo, de suerte que el cuerpo se cayó en la tierra. Al regresar al campamento, pasado muy poco tiempo, se dio la señal para el ataque; yo fui una de las primeras víctimas. Salí tal como me ve usted. También a mí se me cortaron los brazos y las piernas, como yo se los corté a Cristo. Pero doy gracias a Dios por haberme abierto los ojos y por poder ver ahora la atrocidad que cometí. Dios ya me ha castigado; creo que tendrá misericordia de mí en el otro mundo...
Dios no castiga, nos castigan nuestros actos malos, Dios es misericordioso.
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