9 de mayo de 2024
Seamos como aquellos católicos de las islas Kiribati en Oceanía, que se reunían todos los domingos en la playa para adorar a Jesús Eucaristía, presente en las iglesias de Tahití a 5000 km. de distancia. O como aquel catequista de un pueblecito de los Andes peruanos que reunía a su gente los domingos y les decía, abriendo un corporal ante el altar de la capilla: “Adoremos a Cristo, que estuvo aquí con nosotros hace 22 años”.
Una señora, al ver a su hija de cinco años manipulando el sexo, le gritó: Sucia, no hagas eso que es pecado. La niña se sintió culpable y sucia. Creía que era una basura ante Dios y ante los demás. ¿Qué podrían pensar de ella, si se enteraban de lo que había hecho? Dice el padre Marcelino Iragui que la niña se sintió tan sucia y culpable que, en su subconsciente, llegó a la conclusión: Dios no puede amarme, porque soy sucia. Por tanto, nadie debe amarme. Su autorrechazo y autocondenación llegó a ser tal que, en su juventud, rechazaba toda señal de amistad por sentirse indigna y porque le era imposible creer en el amor de los demás. Tenía 20 años, cuando pudo abrir su corazón a Jesús y perdonarse a sí misma. De ahí comenzó un lento y penoso proceso de curación y apertura a la vida y al amor.
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