Domingo de Pentecostés. La mejor defensa, el amor.

En un día caluroso de verano, en el sur de florida, un niño decidió ir a nadar en la laguna detrás de su casa. Salió corriendo por la puerta trasera, se tiró al agua y nadaba feliz. No se dio cuenta de que un cocodrilo se le acercaba. Su madre, desde la casa, miraba por la ventana y vio con horror lo que sucedía. Enseguida corrió hacia su hijo gritándole lo más fuerte que podía. Al oírla, el niño se alarmó y comenzó a nadar hacia su madre. Pero fue demasiado tarde. Desde el muelle, la madre tomó al niño por sus brazos justo cuando el caimán lo agarraba de las piernitas. La mujer tiraba con todas las fuerzas de su corazón. El cocodrilo era más fuerte, pero la mama era mucho más apasionada y su amor la fortalecía. Un señor que escuchó los gritos se apresuró hacia el lugar con un rifle y mató al cocodrilo. El niño sobrevivió y, aunque sus piernas sufrieron bastante, incluso pudo volver a caminar. Cuando salió del trauma, un periodista le preguntó al niño si le quería enseñar las cicatrices de sus pies. El niño levantó las sábanas y se las mostró. Pero entonces, con gran orgullo, se subió las mangas de su pijama y señalando hacia las cicatrices de sus brazos, le dijo: “Pero lo que usted debe ver son éstas”. Eran las marcas de las uñas de su madre que lo habían presionado con tanta fuerza. “Las tengo porque mi madre nunca me soltó y me salvó la vida”.

“Veni, Sacte Spiritus”
Pablo Vi habla de un modo espléndido del Espíritu Santo como alma de la Iglesia. “El Espíritu Santo es el animador y santificador de la Iglesia, su aliento divino, el viento de sus velas, su principio unificador, su apoyo y su consolador, su fuente de carismas y de cantos, su paz y su gozo, su premio y preludio de la vida bienaventurada y eterna. La Iglesia necesita su perenne Pentecostés; necesita fuego en el corazón, palabras en los labios, profecía en la mirada”.
Por eso, también nosotros invocamos confiados: Veni, Sancte Spiritus.
Así oraba Edith Stein, patrona de Europa, en el último Pentecostés de su vida:
“Quién eres tú, dulce luz, que me llenas
y alumbras la oscuridad de mi corazón?
Tú me guías como mano materna y me dejas libre.
Tú eres el espacio que moldea mi ser y lo encierras en sí.
Si tú lo dejaras, caería en el abismo de la nada,
desde el cual tú lo elevas al ser.
Tú, más cerca de mí que yo misma, y más íntimo que mi interior,
y sin embargo inabarcable e incomprensible,
que haces estallar todo nombre: Espíritu Santo, Amor eterno.
Julián Escobar.

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