30 de diciembre

Hoy la liturgia nos invita a contemplar a Ana. La podemos imaginar como una anciana arrugada, parecida a algunas de las ancianas que también hoy están siempre en nuestros templos, como si fueran velas encendidas que se consumen lentamente ante el Señor. Ana, además de ser anciana, era viuda; es decir, pertenecía, junto con los huérfanos, a la categoría de los más pobres del pueblo, de los que no cuentan.
¿Qué sucede cuando se “encuentra” con el Niño? Los pastores, por ejemplo, pasaron por diversas etapas: temor, alegría, anuncio. La anciana Ana reacciona de dos maneras: dando gracias a Dios y hablando del niño a todos. Ana es una mujer que, como los pobres de Yahvé, sabe esperar activamente. ¿No os parece que a menudo deseamos encontrarnos con Jesús sin apartarnos de nuestros intereses, sin purificar nuestras intenciones y no hacer una oración confiada? Es muy fácil decir “Yo no veo a Jesús por ninguna parte”, cuando esas partes en las que no lo vemos son porque vivimos en nuestro mundo de intereses, preocupaciones.
La oración paciente, día y noche, es como un colirio que limpia nuestros ojos para ver al Niño donde muchos sólo ven a un bebé como otro cualquiera.
Cuando Ana lo reconoce, da gracias a Dios.
Tampoco se pase todo el día cantando: “Yo era un sinvergüenza, alejado de la religión, pero cuando Cristo entró en mi vida, todo cambió”. Mejor es hacer visible el gozo, la esperanza, el coraje, que todo encuentro con Jesús produce en el entramado de la vida cotidiana.
Julián Escobar.


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