JORNADA DEL LUNES

 JORNADA DEL LUNES

 Maldice a una higuera sin frutos

Maestro y discípulos pasan la noche en Betania. A la mañana siguiente, de regreso a Jerusalén, Jesús experimenta hambre.

Desde lejos, en la vera del camino, ve una higuera con follaje abundante. Se dirige hacia ella por si le depara algún alimento. La examina con detención. Cierto que no es tiempo de higos todavía. Los da por dos veces, una en verano y otra en otoño y estamos a 3 de abril. Pero cabe esperar que esta higuera tan frondosa los ofrezca o tempranos o tardíos. No encuentra, sin embargo, más que hojas. Entonces se encara con ella. Los discípulos escuchan claramente la sentencia del Maestro:

—;Que nunca jamás coma nadie fruto de ti! (Mc., XI, 14).

La acción tiene una intención simbólica. Es como una segunda parte práctica y probatoria de la parábola de la higuera estéril (§ 278). Del espino no cabe recoger higos pero sí de la higuera. En el plan del Creador toda criatura apunta a una finalidad superior. Si no la verifica pierde el derecho al respeto de su Creador. Él, el Hijo del hombre, lleva tres años esperando frutos del Sanedrín y de aquellos a quienes instruye y orienta. No los encuentra en el tiempo y en el grado de madurez deseados y los declara estériles.

Al momento quedó seca la higuera (Mt., XXI, 12).

 Por segunda vez expulsa del Templo a los mercaderes

La precedente parábola de hechos se complementa con la segunda expulsión de los mercaderes del Templo. La refieren los tres sinópticos pero con una diferencia en cuanto al tiempo. Mientras Mateo y Lucas la sitúan en el marco del Domingo de Ramos, Marcos, reputado por algunos como el mejor cronólogo de estos días, la fija en el presente lunes. Seguimos al amanuense de Pedro.

Sube Jesús al primer atrio por la Puerta de Susa y comienza a expulsar del Templo tanto a vendedores como a compradores. Bueyes y ovejas no son mencionados esta vez. Puede que el Sanedrín haya tomado algún acuerdo para impedir la subida y la estancia de animales mayores y medianos en los espacios comprendidos entre los pórticos y las balaustradas de piedra intranspasables para los no judíos. A esta área, pavimentada con losas de varios colores, tienen libre acceso los gentiles. Puede también que, para probar al Nazareno, los custodios de la Casa del Padre hayan tolerado e incluso favorecido el paso de cambistas de didracmas por medios siclos y de vendedores de palomas, a espacios posteriores a la balaustrada. La insistencia con que Marcos habla del Templo autorizaría la suposición.

En cualquier supuesto, Jesús no emplea un látigo de cuerda pero derriba de nuevo las mesas de los cambistas. A los que venden palomas no les trata con la consideración de la otra vez. Les mandó entonces que retiraran sus mercancías (§ 50). Ahora echa por tierra sus asientos. Al ver el Señor que sufren tal proceder en silencio, hace saber ante ellos y los presentes los motivos por los que obra así:

—¿No está escrito «Mi Casa será llamada Casa de Oración para todas las gentes»? ¡Pero vosotros la habéis convertido en «cueva de bandidos»! (Mc., XI, 17).

La acusación de Jesús es precisa e irrebatible. En la expulsión referida por Juan solamente hubo una alusión vaga a Jeremías y a Zacarías. En esta de los sinópticos se cita textualmente al profeta Isaías (LVI, 7) y se emplea una expresión literal de Jeremías (VIII, 11). En el pueblo del Libro nadie contradice al que por segunda vez obra consecuentemente con lo que el Libro dice. Jesús no se opone a que todo israelita con veinte años cumplidos satisfaga el tributo de medio siclo para el culto del Templo. Simón-Pedro lo satisfizo por él y por su Maestro (§ 215). Precisamente el montante de esta recaudación, muy bien llevada tanto en Palestina como en la diáspora judía, permite mantener los sacrificios de holocausto cotidianos. Mas no tolera que la auténtica Casa de Dios la convierta nadie en lonja para el tráfago del negocio humano. No importa que los tratos versen sobre monedas, objetos y animales para el culto del mismo Templo. Tampoco que sacrificios y culto de este Templo hayan de extinguirse antes de nueve lustros. Jamás ha desautorizado Él el negocio legítimo y el lucro honesto. Sin embargo, exige del mundo del dinero un mínimo de consideración y respeto para el mundo real del espíritu y para el honor debido a la causa y la Casa de Dios.

Pronto conocen lo ocurrido príncipes de los sacerdotes, escribas y magnates. El proceder del Nazareno aumenta su furor. Los proyectos para quitarle la vida secretamente, se reactivan al instante. Pero por más que cavilan no logran acertar con un procedimiento expeditivo y que no les comprometa ante las gentes de Jerusalén, de Judea y de Israel en general. El pueblo —he aquí lo que les detiene—, está con Él. Le escucha maravillado y vive pendiente de cuanto hace y dice. Siempre resultará escasa la mucha cautela de los dirigentes del Sanedrín. Han de ajustar cuentas al Nazareno y sin tardanzas. No les importa ponderar los por qué de las intervenciones de Jesús. Pesan únicamente en sus ánimos las intromisiones de ese hombre en un terreno que se arrogan como de su exclusiva competencia.

 Un grupo de griegos solicita verle

Otro efecto y este no negativo, produce la segunda expulsión. A más de un grupo de temerosos de Dios no israelitas, llega la noticia: El Gran Profeta de Galilea ha vindicado el ejercicio del único derecho que a los devotos se les reconoce respecto de la Casa del Dios Vivo de Israel. Justo es que a estos simpatizantes o «prosélitos de la puerta» no se les consienta adentrarse más allá de las balaustradas con las inscripciones. Éstos, a diferencia de los «prosélitos de la justicia o agregados», no han entrado por tres aros: el férreo de la circuncisión y los más llevaderos del baño ritual y del sacrificio en el Templo. La prohibición de pasar de las balaustradas bajo pena de muerte no es lo que más les humilla. Más decepcionante les resulta advertir el escaso aprecio que su ascensión al Templo merece a los sacerdotes principales. Éstos consienten que las compraventas y los cambios hagan inhóspito el único espacio al que ellos tienen acceso. Así no les alientan a que, como quiere Yahvéh en Isaías, LVI, 6-7, se declaren siervos de Él, guarden el sábado sin profanarle y se mantengan firmes dentro de la alianza. Sí, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob les trae al Monte Santo de Sión, pero a los Sacerdotes del Altísimo les despreocupa que se alegren o no en su Casa de Oración.

El Nazareno está con ellos y quieren mostrarse reconocidos por la vindicación de su espacio. Se dirigen al apóstol Felipe y le ruegan:

—Señor, queremos ver a Jesús (Jn., XII, 21).

Les atrae en Felipe cierta personal distinción y bondad. Felipe confiere la petición con Andrés y juntos la presentan al Maestro. Jesús reacciona a las inmediatas. Frente al recelo constante de los principales de su pueblo, constituye para Él una reparación la respetuosa estima entrañada en la solicitud de los que Juan llama griegos. No cela sus sentimientos ante los que le rodean. Son de gozo, complacencia y temor:

—Llegada es la hora en que el Hijo del hombre ha de ser glorificado. En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, se queda solo; pero si muere da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde. El que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna. El que me sirva que me siga, y donde yo esté allí estará también mi servidor. Al que me sirva mi Padre le honrará. Ahora mi alma está turbada. ¿Qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu nombre (Jn., XII, 23-28 a).

La efusión revela por una parte el triunfo de su Persona y de su causa y, con cierta reserva, el precio a satisfacer para conseguirlo. Invita, por otra, a imitar su ejemplo para que no resulten infecundas las vidas humanas. Expresiones leídas en Mateo, Marcos y Lucas (§§ 162, 207, 294), resuenan en Juan. La tercera parte, finalmente, viene a ser como un anticipo de otra oración posterior: la de Getsemaní.

El Padre responde a la oración del Hijo

Una voz majestuosa responde de seguido. Voz del cielo la denomina el cuarto evangelista. Significa con ello que no se trata de una voz humana proveniente de lo alto del Templo o de medios sonoros desconocidos en este siglo primero. La voz majestuosa se expresa así:

—Le he glorificado y de nuevo le glorificaré (Jn., XII, 28 b).

Los más cercanos han oído la voz con nitidez. No así los más alejados.

De ahí que tras la sorpresa inicial, unos sostengan que le ha hablado un ángel y otros digan que ha sido un trueno. Serenada la multitud, Jesús les da la explicación:

—Esta voz no ha venido por mí sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado abajo. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré hacia mí todas las cosas (Jn., XII, 30-32).

La palabra del Padre ha respaldado por tercera vez la del Hijo. Lo hizo antes, enero del 28 y agosto del 29, en el Bautismo y en la Transfiguración. Corresponde el Verbo confirmando el holocausto de su vida en obsequio del Padre. La revelación inicial a Nicodemo, mantenida posteriormente, la ratifica ahora, cuatro días antes de su realización, con luz y vigor sorprendentes. El porvenir de la historia, quiérase o no, le pertenecerá. Únicamente Él ha sabido y sabe dar a los hombres de todas las épocas razones para vivir y para esperar.

Comprensión del Mesías ante la dificultad magna

Al presunto trueno ha seguido otro. Si la voz del Padre llega de lo alto, el Hijo habla con pleno conocimiento de las realidades circundantes y situándose a la altura de sus atentos auditores. Casi no hay metáfora en la forma de significarles la noche oscura que le aguarda antes de reinar perpetuamente. En todo caso, la metáfora es tan luminosa que se da la mano con la tercera predicción de la pasión a los apóstoles (§ 330) y la deja atrás en un aspecto. No pronuncia el Maestro la palabra terrible con relación a su final terreno, pero tan claramente la insinúa y diseña, que los oyentes, discípulos o no, captan al vuelo la clase de óbito al que alude. Por eso le objetan e instan con vehemencia:

—Nosotros sabemos por la Ley que el Cristo permanece para siempre. ¿Cómo dices tú que es menester que el Hijo del hombre sea levantado? ¿Quién es ese Hijo del hombre? (Jn., XII, 34).

Dificultad magna cuya explanación nunca agradeceremos suficientemente al Señor y a sus interlocutores. La conciencia religiosa del Israel creyente se halla al rojo vivo. Toda su sensibilidad y angustia está latiendo en estas dos preguntas. Pasan por aceptar al Nazareno como Cristo o Mesías habida cuenta de sus milagros, de su doctrina y de su misma Persona. Entienden perfectamente que Hijo del hombre se identifique con Mesías en su manera humana de expresarse como lo hiciera ha más de dos siglos el profeta Daniel (VII, 13). Lo que no entienden ni humanamente pueden entender, es que este Hijo del hombre haya de ser levantado en alto. ¿Cómo con esta muerte será muerte de la muerte y mordisco del seol o infierno? Adiós, promesas de Oseas! (XIII, 14). Un Mesías, un Redentor así, queda fuera de sus categorías intelectuales.

Labor personal de sus interlocutores y de todo creyente, individual y colectiva, es y será la verificación de esta identidad entre Hijo del hombre levantado en alto y Mesías prometido. Mas primero han de pasar por ver realizado el anuncio, les escandalice o no. El preguntado advierte su angustia y la comprende. Empero, no retrocede ante la indagatoria. Se limita a responderles, serenándoles:

—Todavía, por un poco de tiempo, se halla la luz con vosotros. Caminad mientras tenéis luz para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz creed en la luz para que seáis hijos de la luz (Jn., XII, 35-36).

El Maestro veraz y sin ambiciones terrenas, no les engaña. Dice la verdad, toda la verdad, pero dosificándola y dulcificándola. Han entendido a la perfección lo que significa y entraña ser levantado en alto. Él no se rectifica sino que urge más y más su atención. Comprendiéndoles y amándoles, les insta para que, a pesar del escándalo y de la desesperanza, le den crédito, confíen en Él, aprovechen al máximo la palabra del Verbo de la Vida. Habrán de asimilar, y rápidamente, que el Mesías añorado no es solamente el del victorioso salmo XLIV de David sino también el del desdeñado capítulo LIII de Isaías.

Ahora se aleja y se aparta de su vista. En las jornadas que siguen madrugarán todos para escucharle: Un Mesías semejante rebasa cualquiera de sus posibles hipótesis.


(Lectura sosegada del libro: Escándalo de los Hombres, de S. J. Manzano Martín) Julián Escobar.




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