Jornada del miércoles

 JORNADA DEL MIÉRCOLES

Cuarta predicción de la Pasión con su modo

Por derecho propio y sin posibilidades de superación, de discusión y de disensión, el Nazareno ha ocupado, con naturalidad máxima, la cátedra de Moisés. En Jerusalén y en su Templo ha enseñado cuanto debía y quería enseñar.

Concluido el tiempo de las pruebas y de los razonamientos, Aquél para quien el decir no es sino una forma o aspecto del hacer, advierte a sus discípulos en la intimidad —posiblemente de Betania—:

Ya sabéis que dentro de dos días será la Pascua y que el Hijo del hombre será entregado para que se le crucifique (Mt., XXVI, 2).

Es la cuarta vez que expresa y directamente les previene contra la decepción y el falso escándalo. No porque hayan de seguirse los evitará Él ni ellos deben desesperar. No menciona la resurrección al tercer día ni les da detalles como en los anuncios precedentes. En cambio, al pronunciar el verbo del horrendum supplicium les revela el cómo de su muerte. Es la primera vez que, refiriéndola a Él, emplea la temida palabra. Ya lo saben: Será deshonrado con el suplicio de los esclavos. Y para más notoriedad la deshonra ocurrirá precisamente en el día de la Pascua. Tan pública será que para siempre quedará patente ante la ciudad y el orbe.

Lo sabían los discípulos pero casi lo tenían olvidado y no terminan de poder creerlo y aceptarlo. Callan los sinópticos la reacción. Probablemente los apóstoles guardan silencio después del aviso. Fuertemente impresionados, aunque no con igual efecto en los doce, evitan todo comentario. ¿Quiénes son ellos para contradecir al Maestro, el suyo?

El miércoles de esta cuarta predicción se suele fijar en el 5 de abril del año 30. Este día constituye un compás de espera entre el magisterio de los precedentes y lo que ha de seguirse en los inmediatos. Jesús y los suyos lo emplean como día de retiro.

Reunión extraordinaria en el palacio de Caifás

El inspirador del Sanedrín aprovecha la ausencia para convocar una reunión extraordinaria. Se celebra no en la sala Gasith, en el atrio interior del Templo, sino en lugar más reservado y favorable, en el propio palacio del Sumo Sacerdote.

Caifás es un verdadero experto en el arte de captar voluntades. Va por el doceavo año de su pontificado y le hacen corona la mayoría de los dirigentes de Israel. Aquí están los príncipes de los sacerdotes, los ancianos del pueblo, los escribas de la Ley. Los mismos que en los tres días precedentes rodearon al Nazareno sin acertar a rectificarle en una sola palabra, los que ayer hubieron de soportar a pie firme sus terribles invectivas sin osar replicarle, deliberan hoy en este palacio sobre cómo prender a Jesús con engaño y darle muerte. ¡ Engaños para matar al que ha descubierto y deshecho todas y cada una de sus estratagemas!

Caifás deja opinar y discutir. No le conviene mostrarse como el principal interesado en la ruina del Galileo. La palabra la llevan los más vehementes. En un punto están de acuerdo cuantos se han constituido jueces secretos del Hijo del hombre:

Durante la fiesta no, para que el pueblo no se alborote (Mt., XXVI, 5).

Quieren evitar el tumulto que podrían provocar los partidarios del Nazareno al apresarle en el día más concurrido de la fiesta. Intervendrían los romanos y esto resultaría catastrófico para todos. Es claro que la autoridad inmensa del perseguido pesa sobre los que se hallan presentes de los 71 miembros del Sanedrín. Temen al pueblo, anota S. Lucas. Por esto huyen de la publicidad, intentan evitar el escándalo real, quieren refugiarse en la clandestinidad. La fecha señalada a los Doce por Jesús no les conviene. Si se descuidan, desaparecerá como en otras fiestas o después de resucitar a Lázaro, el de Betania. En todo caso, si quieren soslayar la reacción contraria de la opinión pública, no buscarán el respaldo del pueblo: Le sorprenderán con los hechos consumados.

La traición de «uno de los doce»

En este mismo día, puede que con pretexto de compras, Judas Iscariote se aleja de Betania y se presenta en Jerusalén. Viene a pactar con los sumos sacerdotes y con los jefes de la guardia del Templo la entrega de su Maestro. La breve referencia de Lucas permite aventurar que Judas no se presenta de buenas a primeras ante la presidencia del Sanedrín. Le interesa el secreto de la gestión y no ignora que Aquél a quien traiciona cuenta con partidarios entre los miembros del supremo tribunal judío. Lo verosímil es que acudiera a uno de los esbirros significados por la falta de escrúpulos y que éste le llevara con rapidez y sigilo a sus jefes inmediatos y mediatos. La proposición que les hace no deja lugar a dudas sobre la resolución de Judas y el determinante externo de la misma:

Qué me queréis dar y yo os lo entregaré? (Mt., XXVI, 15), les propone de entrada y sin rodeos.

Satanás, apunta Lucas, había entrado en Judas, el llamado Iscariote, que era del número de los doce. Jesús hubo de aludir a sus manejos y contrariarlos en dos ocasiones que se sepa: en la promesa eucarística de Cafarnaúm y en el obsequio de María en Betania. Avanza ahora el paso último: Se hunde el barco y se anticipa a salvarse y a sacar partido del naufragio. No se trata de un poseso energúmeno pero sí de un alma de la que se ha enseñoreado el tentador. Su propuesta provoca fiebre en los creyentes. La pecunia es lo único que sigue contando en su ánimo. Torrentes de aguas vivas han resbalado sobre él sin apenas afectarle. Hiere a traición la causa del Cristo como si esta nada hubiera tenido que ver con el hombre de Iscariot. Un provecho pecuniario, el que sea, le basta para ponerle y ponerse en manos de los enemigos de su Maestro y Señor.

Si entre los magistrados presentes existieran algunos con sensibilidad para la lealtad como valor humano, al punto deberían ponerse en guardia. Pueden juzgar de la índole del colaborador espontáneo que se les ofrece. Un solo indicio basta: La codicia es el determinante descarado y próximo de la alevosía. Mas los que alardean de hijos de Abraham, de Isaac y de Jacob, se alegran con la oferta, la celebran y la aceptan.

La cuestión del tiempo pasa a un segundo término. Este impensado servidor facilita el plan y hace innecesario extremar tal cautela. Gran parte del pueblo estará por el Galileo pero entre sus apóstoles hay uno que sabe lo que ha de hacerse.

Mateo, el alcabalero de Cafarnaúm, es el único sinóptico que registra el precio de la entrega. Al hombre de Keriot se le fija el premio de treinta monedas de plata. Convienen hoy en que se trataría de treinta siclos de Tiro, tetradracmas, por ser la moneda preferida para los pagos del Templo. Precio y premio son simbólicos: La consideración que a príncipes de los sacerdotes les merece el Profeta de Nazaret es la de un esclavo muerto. Treinta siclos equivalen a 120 dracmas o denarios, importe de otros tantos salarios de un jornalero (12.000 pesetas actuales a razón de 100 pesetas por jornal —un jornal bajo—). Es la primera parte de la pena señalada por el Éxodo, c. XXI, y. 32, al amo del buey que acornea y mata a un esclavo o a una esclava de otro. Además de la multa, el buey, segunda parte de la pena, debía morir apedreado.

A partir de este momento Judas acecha la oportunidad para poner al Maestro en manos de sus nuevos señores. Lo ha de hacer con cautela suma. Ha recibido y aceptado la consigna de evitar todo alboroto.

SICLOS DE TIRO. Las monedas que Judas recibió de los sanedritas fueron, con la mayor probabilidad, siclos de Tiro, monedas de plata cuyos estateros o tetradracmas tenían las preferencias de los rabinos y que destacan por su nitidez y brillo. Los de la fotografía han sido datados entre el s. 1 a.C. y el 1 d.C.

Nadie defiende al Hijo del hombre ante el Sanedrín

Ninguno de los sanedritas reunidos en el palacio de Caifás se ha opuesto a la resolución deliberada de prender al Nazareno con engaño y de matarle después. Muchas, innúmeras veces, le han escuchado e interrogado conforme a la observación que en la última fiesta de los Tabernáculos, va para seis meses, les hiciera Nicodemo. Cierto que éste no se hallaría presente pero sí, consta por S. Marcos, escribas colegas de aquellos que una y otra vez han examinado a Jesús sobre cuestiones fundamentales. Ya se vio la proximidad afectiva por parte de algunos de ellos tras la derrota de los saduceos. ¿Qué explicación puede tener la ausencia de toda defensa de Jesús en tal reunión?

El cuarto evangelista aporta dos razones. Una, la de la incredulidad a pesar de tantos milagros obrados por Él en presencia de ellos. Con este motivo Juan cita a Isaías por dos veces. En la primera, el profeta evangelista de la pasión se duele de la incredulidad de los suyos: Señor, ¿quién dio crédito a nuestras palabras? Y el brazo del Señor, ¿a quién se ha revelado? (Is., LIII, 1). En la segunda el hijo de Amós hace a Yahvéh causante de la ceguera y del endurecimiento de su pueblo: Les cegó los ojos y les endureció el corazón, para que no vean con los ojos ni comprendan con su corazón y se conviertan y los sane (Is, VI, 9-10). Por estas dos citas nominativas de Isaías coincide Juan con los tres sinópticos al tratar de por qué habla Jesús en parábolas , si bien éstos citan sólo textualmente y con mayor brevedad.

La dificultad, con todo, subsiste. Argüiría contra la verdad y la eficacia de las pruebas dadas por Jesús el hecho de que entre estos hombres significados de Israel no apareciera uno siquiera que, ante ellas, cediese y creyera. En efecto, el propio Juan certifica que aun entre los magistrados, no ya uno sino muchos creyeron en Él (Jn., XII, 42). ¿Cómo, no obstante, la totalidad de los que han creído en Él calla en la sesión extraordinaria que confirma su condenación sin juicio y sin defensa? El evangelista S. Juan lo explica con nitidez. Temen a los fariseos intransigentes y obcecados. Estos les acusarían de imprudentes y de insensatos. Defenderle es dar pie para que intervengan los romanos. La razón capciosa de la seguridad de Israel les tapa la boca. Otros pánicos que experimentan son: el de ser tachados de ignorantes como le sucedió a Nicodemo (§ 246); el de que se les expulse de la sinagoga como al ciego de nacimiento (§ 256); el de que se les pueda sentenciar incluso a muerte como a Lázaro (§ 346). En último extremo —resume Juan aportando la segunda razón—, amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios (Jn., XII, 43).

Su papel de jueces y de guías del pueblo de Dios por excelencia, la historia misma de Israel y de sus caudillos políticos y religiosos, reclamaba de ellos algo más. Cayeron en la trampa que la vida esconde para los bien instalados en ella. Callar, otorgar, dejar hacer, antes que arriesgar por causa del bien, de la verdad o de la justicia, los puestos comprados, heredados o arrebatados.

Pasará el tiempo y en otra reunión de un Sanedrín similar, Pedro y los demás apóstoles encontrarán un defensor n la persona de Gamaliel (He., V, 34-41). Y más adelante, en el año 52, Lucio Junio Anneo Galión, hermano mayor de Séneca, Procónsul de Acaya, saldrá por Saulo de Tarso en Corinto, la del templo de Afrodita (He., XVIII, 12-17). Y en el 57, en Éfeso, la de Artemisa, la «Magna Diana», no hallándose Pablo presente, le defenderá contra Demetrio, los plateros y los judíos y ante una gran multitud, el magistrado secretario de la ciudad (He., XIX, 23-40). Nadie hay en la ocasión presente que ose proferir una palabra ,en defensa del Maestro de Pedro y de Pablo. Y no porque Él no haya proporcionado luces sobradas para hacerlo.

Creerle, verle, les ha reiterado Jesús por estos mismos días, es creer, más aún, ver a Aquel que le ha enviado. Los del Sanedrín que le han creído saben muy bien a qué atenerse. No están a ciegas. Jesús mismo da la razón:

Yo he venido (como) luz al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas (Jn., XII, 46).

Han escuchado sus palabras y no le han rechazado. No obstante, no las han guardado pero Él no les condena, porque —les dice—, —no he venido para condenar al mundo sino para salvar al mundo (Jn, XII, 47).

Dejarán ese estado intermedio en el momento en que la luz de la verdad se haga vida en ellos. Cuando de la hoguera que le consuma a Él tomen fuego, decididos a que tal llama no se extinga a costa, esta vez, de la propia aportación personal. Se persuadirán entonces de que el Hijo del hombre no ha hablado por su propia cuenta. Él dice y habla lo que el Padre le ha mandado. Y sabedor cierto de que este mandato es vida eterna, obedeciendo da y dará a los hombres la vida eterna. El resplandor del incendio que devora a este Isaac efectivo les iluminará para siempre.

(Lectura sosegada del libro: Jesús, Escándalo de los Hombres, de S. J. Manzano Martín) Julián Escobar.

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