Jueves Santo - I Parte
JUEVES SANTO
Preparativos para la Cena Pascual
El día primero de los ácimos solía caer en el 14 del mes de Nisán. Desde la tarde de este día hasta el 21 el pan que se podía comer era únicamente pan ácimo o sin levadura. Al llegar tal fecha se efectuaban los preparativos para inmolar y comer el cordero pascual.
Jesús, nuestra Pascua (1 Cor., V, 7), quiso celebrar la suya el día antes de la Fiesta (Jn., XIII, 1). Caía este, en el cómputo que seguimos, el jueves, 6 de abril, 13 del mes de Nisán. La iniciativa parte del propio Jesús, según el relato de Lucas, a quien se deben también los nombres de los apóstoles designados:
—Id —habla con Pedro y Juan—, a prepararnos la Pascua para que comamos (Lc., XXII, 8).
A lo que responden ellos:
—Dónde quieres que la preparemos? (Lc., XXII, 9).
El Maestro procede con reserva: Judas, depositario de la bolsa común, queda excluido de la preparación. Es el más interesado en conocer de antemano el lugar en que ha de celebrarse. Puede incluso que teniendo en cuenta las referencias de Mateo y de Marcos, Judas provocara la pregunta de los discípulos con el designio secreto de averiguarlo.
—Id a 1a ciudad —responde a Pedro y a Juan—, y he aquí que así que entréis en ella encontraréis a un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidle hasta la casa en que entre. Y dondequiera que entre decid al padre de familia o dueño de la casa: El Maestro dice: «Mi tiempo está cerca. ¿Dónde está mi sala en la que he de comer la Pascua con mis discípulos?» Y él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y alfombrada. Haced- allí los preparativos para nosotros. (De los textos de Mt., XXVI, 18; Mc., XIV, 13-15; Lc., XXII, 10-12).
Cuenta Jesús con adeptos y seguidores lo mismo en la ciudad que en el campo. Procede de modo análogo que hace cuatro días, cuando mandó buscar en Betfagé la borrica con su pollino. En esta ocasión no se trata sólo de un préstamo pasajero. Dispone de bienes ajenos como Señor de todas las cosas. El que se invitara a subir en la barca de Pedro y a comer en la casa de Zaqueo, reclama aquí unos bienes materiales para el servicio de su Persona y de su obra. Proezas artísticas y gestas patrióticas suelen hallar mecenas generosos. También aparecen éstos en la vida sin alardes ostentosos de Jesús.
¿Quién es el amo de la casa que al punto accede a la comunicación de Pedro y de Juan? ¿Zaqueo, José de Arimatea, Nicodemo tal vez? Este maestro de Israel se hallaba en el secreto del Maestro: La Pascua, el verdadero paso de la vida presente a la eterna, ha de tener lugar cuando el Hijo del hombre, el que ha bajado del cielo, sea levantado en alto. Nicodemo podía captar el mensaje al instante. Además, sería un obsequio de Jesús. Nicodemo no figura, en la lista de los que se aprestan a perderle. Caifás, desde luego, no le ha convocado a la reunión de adictos en su cercano palacio. Excluido de su clan por Caifás, Jesús, con este recado, sin mediar palabras y sin requerir su presencia, le incluiría entre los suyos. Pese a esta conjetura, de identificarse el Cenáculo con la Sala de los Apóstoles y de Pentecostés (He., 1, 13 y II, 1), según tradición constante desde el siglo IV al menos, las preferencias vienen estando por el padre de Juan Marcos (He., XII, 12), es decir, del segundo evangelista.
La Cena
El gran deseo del Maestro
Pedro y Juan realizan la gestión conforme a lo dispuesto por Jesús. Ejecutados los preparativos, regresan a Betania. Judas Iscariote se guarda bien de preguntarles nada. Sobre las seis de la tarde, los doce y el Maestro se dirigen al Cenáculo, denominación que se debe a S. Jerónimo. Atraviesan el torrente Cedrón y penetran en la ciudad por una de las puertas del sudeste, posiblemente la de la Fuente, próxima a la Piscina de Siloé. Patente resta la escalinata de piedra por la que se ascendía hasta el Monte Sión, colina al sudoeste de Jerusalén, donde se enclavan el Palacio de Caifás y el Cenáculo.
Llegada la hora, Jesús se encuentra a la mesa con sus apóstoles. Son judíos libres y no esclavos como en Egipto. Por eso están sentados y recostados en divanes. Hora de intimidad, parece como si el padre de familia hubiera procurado con empeño que nadie estorbe ni interrumpa la solemnidad de esta Pascua anticipada. Los apóstoles inician los ritos con un fervor cuya causa no sabrían explicarse. Los doce se lavan las manos. Con ocasión de beber la primera y la segunda copa, Jesús se expresa así:
—Con ansia he deseado comer- esta Pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios (Lc., XXII, 15-16).
Lucas nos da el prefacio de Jesús a los misterios de la Noche de la Cena. Conocería el ceremonial con el que comieron la Pascua, conforme a lo ordenado en el Éxodo, c. XII, VV. 8-11, pero no lo precisa. En cambio, muestra de entrada los sentimientos del Maestro para con los suyos en esta hora. La afectividad en Él está al servicio de una inteligencia clara y de una voluntad firme. Luego de iluminar a los hombres con la verdad de su Persona y de su misión, se dispone a inmolar el Cordero por excelencia. Comerá y beberá con ellos en esta Pascua como garantía de que si le siguen en verdad y caridad, participarán con Él en la Pascua definitiva.
Estos afectos le mueven cuando toma un cáliz de la mesa, da gracias y les dice:
—Tomadlo y repartidlo entre vosotros, porque os digo que a partir de este momento, no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios (Lc., XXII, 17-18).
JERUSALÉN: EXTERIOR DEL LUGAR DEL CENÁCULO. Los edificios actuales en los que se halla el Cenáculo simbolizan y resumen la trayectoria y la suerte de numerosos recuerdos cristianos en Palestina. Desde hace cinco siglos el Cenáculo no es iglesia cristiana. Un posible sepulcro de David se venera en la planta inferior. La superior se visita sin dificultad, pero todavía no se honra en ella el misterio de amor del Hijo de David: Desde 1561 faltan Franciscanos que sean Custodios de Monte Sión. En 1452 se les quitó la parte baja y en 1524 se les desposeyó de la sala alta, la del Cenáculo, que fue convertida en mezquita. La iglesia franciscana de 1335 reconstruyó la cruzada, Sta. María del Monte Sión, derruida por completo antes, en 1244. Pero los cruzados habían edificado sobre la «Santa Sión» de la «Descripción Armenia» del s. V, que medía unos 55 m. por 39 y había sido incendiada y saqueada en el 966 por los musulmanes y en el 614 por los persas. A su vez la «Santa Sión» había reemplazado a «la pequeña iglesia de Dios» de la que habló S. Epifanio antes del a. 400, esto es, a «la misma iglesia que está ahora en Sión», cuyos ritos pascuales describió Eteria hacia el 385. Es la iglesia superior de los Apóstoles de la que escribiera en su »»Catequesis» del a. 347 S. Cirilo de Jerusalén. Se conservaba, según S. Epifanio, cuando en el a. 117 el emperador Adriano llegó a Jerusalén. La autenticidad del lugar del Cenáculo viene acreditada en consecuencia, por una tradición antigua e ininterrumpida. |
Orienta la emulación entre los apóstoles
Tal lenguaje afectuoso y alusivo a la Pascua eterna no lo entienden bien los apóstoles en este momento. La rivalidad entre ellos, la ambición por los primeros puestos, ha quebrado la intimidad y la unión.
Molesto Judas por la predilección de Jesús con Pedro y con Juan, inquieta a los otros nueve. En la noche de la Cena vuelven a suscitar la añeja querella sobre cuál de los apóstoles sea el mayor. Es, al menos, la tercera vez que Jesús ha de poner remedio.
Comienza por fijar los criterios. A Él no le escandaliza la emulación entre los que le siguen, mas le sale al paso y a la par la orienta y la ordena. Los señores del mundo y los ministros que les sirven reclaman comúnmente alabanzas y esperan o exigen títulos honoríficos. En su Iglesia ha de haber jerarquía en los mandos, efectivamente, pero la razón de la preeminencia en la autoridad personal no es la vanidad propia, sino el servicio a los intereses superiores de los hijos de Dios. El propio Jesús, si como cabeza preside, con la voluntad y el corazón está al servicio de los doce, incluido Judas. A Él, como suelen decir, no se le caen los anillos por servir a los que le siguen y sirven. No existe ocupación, por ínfima e insignificante que sea, que a sus apóstoles pueda resultar despreciable si mediante ella sirven a sus hermanos y a sus prójimos. Él, Jesús, el Maestro, está sentado y preside la mesa, mas se halla entre ellos como quien sirve.
Por otra parte, tal es la recompensa que les ha prometido que bien pueden aceptar y tolerar las preeminencias actuales dentro del propio orden jerárquico establecido por Jesús. Han perseverado con Él en sus pruebas. Él, por esto, les asegura y garantiza el don del Reino de su Padre. En ese Reino ellos, que no se han deshonrado en seguirle y honrarle, comerán y beberán a su mesa y se sentarán sobre tronos para juzgar a las doce tribus. Estos premios futuros son los que han de estimar en más. Con relación a estos ninguno debe sentirse preterido. Por regalar a sus apóstoles de nada que sea legítimo en la naturaleza creada por el Padre y asumida por el Hijo, Jesús hace ascos. Si los gozos accidentales del comer y del beber fueran precisos para hacerles felices en la bienaventuranza que les garantiza, en ella los disfrutarían.
Así de humano y generoso es el Señor que acaba de tomar el cáliz y repartirlo entre los doce para la segunda copa, sin probar Él su contenido.
JERUSALÉN: SALA ACTUAL EN EL LUGAR DEL CENÁCULO. Los elementos arquitectónicos de la sala actual del Cenáculo se remontan a los cruzados. Mide la estancia 15,40 por 9,45 m. Tres columnas la dividen en dos naves y sostienen la bóveda. El mihrab de la pared sur recuerda los siglos de ocupación mahometana. Los dos sucesos de la Cena y de Pentecostés se sitúan aquí sin que hayan convencido las razones aducidas para fijarlos en lugares diferentes. |
Lava los pies a los Doce: reacción de Pedro
Del decir pasa al hacer. El que presidiendo la Pascua de los suyos se encuentra entre ellos como quien les sirve, se pone a servirles con la obra.
Narra este episodio Juan solamente. Lo prepara con dos preámbulos. El primero, general, es aplicable a cuanto sigue: El día antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo (Jn., XIII, 1).
El segundo se halla dentro del texto de su narración y la prepara inmediatamente. Nos sitúa en el momento y nos revela la disposición interior de Jesús. Lo que el vidente de Patmos va a referir, sucede iniciada ya la cena, cuando el diablo ha inspirado a Judas, hijo de Simón el Iscariote, que entregue a su Maestro. Jesús se comporta -así a sabiendas de que el Padre ha puesto todas las cosas en sus manos y de que ha salido de Dios y a Dios vuelve.
Con los dos preámbulos Juan el Presbítero viene a ampliar, rubricar y sellar, pasados más de seis lustros, el breve prefacio de Lucas a la Cena 388). Ninguno de los dos evangelistas, menos aún el cuarto que el tercero, temen, luego de cuanto han referido, revelar de plano el misterio escondido a los siglos y a las generaciones y revelado ahora a los santos Col., 1, 26).
Tras esto Juan proyecta sobre la pantalla de su evangelio lo que im borrablemente registró su retina: Jesús se levanta de la cena, se quita su manto y lo deja, toma un lienzo y se lo ciñe. Echa después agua en un lebrillo o barreño y se pone a lavar los pies de sus discípulos y a secarlos con el lienzo que le ciñe.
¿Cómo reaccionan los Doce? Con estupor al principio. Los que hace unos instantes ponderaban con calor los propios respectivos méritos y excelencias, nada tienen ahora que añadir. Su Maestro está realizando con ellos un menester que en la sociedad de este tiempo es propio de esclavos. El silencio aumenta a medida que avanza Jesús en su servicio. Ninguno se atreve a rechazarlo. Únicamente Pedro alza la voz para protestar formalmente. Es el sexto o el séptimo, según que el Maestro haya comenzado por el lado izquierdo o por el derecho del triclinio en que se recuestan. Al llegarle el turno estalla:
—Señor!, ¡tú lavarme a mí los pies? (Jn., XIII, 6).
El Señor, a punto de arrodillarse o arrodillado ya ante Pedro, le responde:
—Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; lo entenderás después (Jn., XIII, 7).
Pedro ni lo entiende ahora ni quiere esperar a entenderlo más tarde. Fogoso, replica con viveza:
—Que no lavarás mis pies jamás (Jn., XIII, 8).
A lo que Jesús responde, suave y firme:
—Si no te lavare no tendrás parte conmigo (Jn., XIII, 8).
Giro en redondo de Pedro. ¿Quién es él para poner obstáculos a Dios?(He., XI, 17). Al momento se sosiega y somete:
—Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza (Jn.XIII, 9).
Cefas se ha rendido. Los demás apóstoles, fuera de Judas, respiran.
Obran bien al permitir, sin protestar, que el Maestro les lave los pies. Ellos no se ven obligados a pasar como Pedro de la admiración a la negativa y de esta al consentimiento. El Maestro, a diferencia de Pedro, no les deja en mal lugar. Pero la intención de Jesús es más profunda. El lavado de los pies simboliza un lavatorio oculto, íntimo, espiritual, incomparablemente más importante. Se lo indica a los Doce mientras se dispone a lavar los pies a Pedro:
—El que se ha bañado no necesita lavar sino los pies, pues está todo limpio. Vosotros estáis limpios, aunque no todos (Jn., XIII, 10).
Se refiere a las conciencias de los suyos. Se engaña el que le oculta a Él la falta de limpieza interior. Sólo el que da fe a su palabra, se sujeta a su voluntad, le somete el propio juicio y le obedece, se halla en condiciones óptimas para tener parte con Él. Y, al contrario, aquel que desprecia la limpieza espiritual que Él exige y procura a los suyos mediante ritos externos, no le deja obrar como Él quiere. Y piensa y se comporta como hombre orgulloso y rompe con Él.
Con todo, Pedro al resistirse ha sido lógico consigo mismo. Es más consciente que los anteriores de que Aquel que le lava los pies es el Santo de Yahvéh, el Hijo de Dios Vivo, el Unigénito muy amado del Padre. Si el poder, la santidad y el resplandor de Dios mismo, se humillan así, ¿cuánto y cómo deberá humillarse él, Simón, interesado, presuntuoso, dominante, ambicioso? Pedro ha captado la intención de Jesús mejor quizá que ningún otro apóstol. Su reacción tiene mucho de defensa instintiva propia. Le ha bastado verle de rodillas ante el primer apóstol para intuir lo que le espera. De ahí la repugnancia y la resistencia.
Para que no le reste duda alguna, Jesús explana seguidamente su propósito. Al concluir de lavar los pies a los doce, toma de nuevo su manto, se pone a la mesa y les dice:
—Sabéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien porque lo soy. Por tanto, si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros. Ejemplo os he dado para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros (Jn., XIII, 12-15).
Hace una pausa y añade:
—En verdad, en verdad os digo: No es el siervo mayor que su amo ni el enviado mayor que el que le envía. Sabiendo estas cosas, seréis dichosos si las ponéis por obra (Jn., XIII, 16-17).
Una vez más en la religión realista del Hijo del hombre el conocer no se identifica con el obrar ni con el amar. Será un paso previo pero no es el acto mismo. Y es a la práctica a la que Él exhorta a llegar. La quietud interior, la felicidad, la paz, serán la recompensa de cuantos le imiten con las obras.
Denuncia la traición de Judas
La limpieza externa es símbolo de la interna. Por falta de la debida disposición espiritual cabe, empero, que carezca de eficacia y que encubra incluso una hipocresía.
Ha advertido Jesús que no obstante el lavado de los pies, no todos están limpios. Callan los doce. La alusión les ha impresionado. E importa precisar su sentido exacto.
—No hablo de todos vosotros —les dice—; yo sé a los que he elegido, pero ha de cumplirse la Escritura: «El que come mi pan levantó contra mí su calcañar». Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que Yo soy (Jn., XIII, 18-19).
El escándalo de la traición provoca no menores traumas que los de la persecución y la muerte. A la predicción última de su final, va a añadir una circunstancia importante. Trata de prevenirles. Será traicionado como lo fue David. A pesar del nuevo escándalo, los apóstoles han de seguir creyendo y esperando en Él. Son sus enviados como Él lo es del Padre. La misión subsiste aunque uno de ellos entregue al Justo. Recibirles como enviados suyos es recibirle a Él. Lo mismo que recibirle a Él como Mesías es recibir al que le ha enviado. Por eso el que le traiciona y entrega, rechaza al Hijo y rechaza al Padre.
La sola memoria de la alevosía conturba el espíritu del Maestro. No lo oculta. Y da un paso más. Abiertamente, sin recurrir al salmo XL, y. 10, les declara lo que va a ocurrir:
—Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará (Jn., XIII, 21).
Ellos se honran de haber dejado todas las cosas por seguirle y decidieron subir a Jerusalén para morir con Él. Ninguna otra revelación les podría sorprender y afligir tanto. No salen del asombro y Jesús precisa más:
—He aquí que la mano del que me va a entregar está conmigo a la mesa (Lc., XXII, 21).
Perplejos, se miran unos a otros. Amantes de su Maestro y temerosos de Dios y de sí, la pregunta les brota espontánea: ¿A quién de nosotros se refiere? Uno tras otro inquieren de Él, entristecidos y desconcertados:
—Soy yo acaso, Señor? (Mt., XXVI, 22).
El Señor no singulariza todavía, pero mantiene la aseveración y la culpa del que le traiciona:
—Uno de los Doce (Mc., XIV, 20), el que mete conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero, ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido! (Mt., XXVI, 23-24).
El aludido disimula. Está cerca del testero o parte presidencial del triclinio. Mira a los demás apóstoles y hace gestos de duda. Como los demás, pregunta y es preguntado sobre quién será el que realice lo dicho por el Maestro. Mientras preguntas y comentarios se cruzan y entrecruzan entre los reclinados frente por frente, diez en total, el misterio lo dilucida el discípulo a quien Jesús ama con afecto especial. Está a su derecha y recuesta suavemente la cabeza sobre su seno. Simón Pedro, a la izquierda del Maestro, se alza por detrás de la espalda de Jesús y con señas indica a Juan:
—Pregúntale de quién está hablando (Jn., XIII, 24).
Juan se deja caer confiadamente en el pecho de Jesús y le pregunta: —Señor, ¿quién es? (Jn., XIII, 23).
—Es aquel —le responde— a quien yo voy a dar el bocado que estoy mojando (Jn., XIII, 26).
Pedro no oye la respuesta de Jesús. Le ve dar el bocado que tiene en la mano al apóstol que se halla a la derecha de Juan. Ese apóstol es Judas, hijo de Simón Iscariote. Éste lo coge mas al punto, como sorprendido de haber sido descubierto por el Maestro y por Juan, inquiere directamente de Jesús:
—Soy yo acaso, Rabí? (Mt., XXVI, 25).
Jesús le responde alzando un tanto la voz:
—Tú lo has dicho (Mt., XXVI, 25). Y añade: Lo que vas a hacer, hazlo pronto (Jn., XIII, 27).
Pedro y los demás apóstoles escuchan estas palabras distintamente. Fuera de Juan ninguno entiende que Jesús ha señalado concretamente y en su rostro al traidor. Judas administra la bolsa común y piensan que le ha querido decir que compre lo necesario para la fiesta o que dé algo a los pobres.
El segundo evangelista apóstol calla. No logra sobreponerse a la sorpresa y atiende al desenlace. Judas se siente blanco de las miradas de todos. Temeroso de que su situación empeore ante los demás apóstoles, se come el bocado que aceptara de la mano del Maestro. Luego sale rápido. Es de noche cuando se aleja Judas. Lo anota Juan en su Evangelio.
Por tercera vez ha referido un episodio narrado antes por los tres sinópticos, igual que hizo con la primera multiplicación de los panes y con la entrada en Jerusalén de hace cuatro días. Tal interés le merece que le dedica cuádruple extensión que Lucas, triple que Marcos y más del doble que Mateo.
(Lectura sosegada del libro: Jesús, Escándalo de los Hombres, de S. J. Manzano Martín) Julián Escobar.
Comentarios