11 de abril de 2024

Con cuánta verdad escribió el célebre físico Rober Mayer: “La fe en la vida eterna del alma fue lo que de verdad me consoló cuando tuve la mano fría de mi madre moribunda entre las mías.

Realmente, la gran sabiduría de la vida es ésta: mirarla desde el punto de vista de la muerte, y mirar la muerte a la luz de la vida eterna. Así, se transforma la muerte en la gran niveladora y la gran orientadora de la vida. Al triste y adolorido le dice: ¡Ten paciencia, ya no durará mucho! Al superficial y frívolo le dice: ¡Cuidado, todo se acaba muy pronto! Al engreído: ¡Espera, espera un poco, ya verás qué será de ti! Y al que lucha con tesón haciendo el bien: ¡Persevera, que al final alcanzarás tu galardón!

De esta fe hablan aquellas tumbas de los hombres prehistóricos que con tanto cariño preparaban. El cadáver no era para el hombre prehistórico una cosa despreciable y repugnante, que rápidamente se abandona a la vera del camino; sino que siempre fue objeto de una piadosa solicitud. Aunque no tenían un concepto claro del alma y no conocían la doctrina cristiana, incluso los pueblos más primitivos creyeron en otra vida; y por esto depositaban alimentos, armas y tesoros en las tumbas, y hasta en algunos casos llegaban a matar a la esposa y a los esclavos del difunto para que también en el otro mundo tuviera personas que le acompañasen y sirviesen.

Se cuenta que Tito, noble emperador romano, tomó la resolución de hacer cada día alguna obra buena. Y si por la noche notaba que durante aquel día no se había ejercitado en el bien, se lo reprochaba con estas palabras: «He perdido el día».

Julián Escobar.


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