19 de abril de 2024

Pongamos el caso peor: He vivido como si existiera el otro mundo. Me he esforzado por ser honrado, por ser íntegro y por vivir con rectitud moral, sin dejarme sobornar ni corromper. Llega la muerte. Y resulta que nada existe después. ¿Qué pierdo en este caso? Lo más que he podido perder ha sido la alegría discutible de los pecaminosos goces terrenos; pero aun así he disfrutado del sentimiento estimulante que acompaña al hombre que camina por las sendas de la honradez. Y, si hay otro mundo, entonces lo he ganado todo. Mas veamos el otro caso: He vivido como si no existiera el más allá; he sorbido frívolamente los goces pecaminosos que puede ofrecer la vida. Muero. Y, entonces, se pone de manifiesto que no hay nada más allá de la muerte. ¿Qué he ganado entonces?

Las alegrías engañosas, que hace tiempo pasaron, de los goces dañinos. ¿Y si resulta que hay un más allá? ¿Qué he perdido entonces? Ah, entonces lo he perdido todo. ¡Todo! ¡Para siempre!

“No moriré del todo”, escribió Horacio, el gran poeta latino, refiriéndose a su fama literaria. Esto, que él aplicaba solamente a la fama, refleja el afán instintivo de toda la humanidad por vivir para siempre, por ser inmortal. Pero un cristiano lo hace realidad. “No moriré del todo.” ¡Viviré después de la muerte! ¡Porque creo firmemente en la resurrección de la carne! ¡Creo en la vida eterna!

Julián Escobar.


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