22 de abril de 2024

Según la enseñanza de la Iglesia existe para las almas de los difuntos un lugar de sufrimiento purificador durante un limitado espacio de tiempo: es el Purgatorio. El cristianismo profesa esta fe desde tiempos remotísimos; la Sagrada Escritura y la santa tradición lo pregonan al unísono. Leemos la Biblia que Judas Macabeo, “habiendo recogido en una colecta que mandó hacer, doce mil dracmas de plata, las envió a Jerusalén, a fin de que se ofreciese un sacrificio por los pecados de los difuntos” (II Macabeos 12,43). Es, pues, un acto de caridad rogar por los difuntos, a fin de que sean libres de las penas de sus pecados, dice más adelante el autor sagrado (II Macabeos 12,46). Por tanto, consta ya en el Antiguo Testamento la creencia de que existe un lugar, donde es posible satisfacer después de la muerte y lograr el perdón; y más todavía, se afirma que los vivos pueden rogar por estas pobres almas y ofrecer por ellas sacrificios.

Sin la fe en el Purgatorio no tendrían sentido las muchas oraciones y misas de difuntos, con que los familiares y amigos piden al Señor por el eterno descanso de un ser querido. Ya en el siglo II menciona Tertuliano que los cristianos, en el aniversario de la muerte de sus familiares, solían ofrecer una misa por el eterno descanso de aquellas almas. Realmente, quien conozca la serie variadísima de epitafios, exclamaciones, augurios y oraciones de los sepulcros de las catacumbas, no podrá ni dudar que los primeros fieles tenían la firme convicción de que los vivos podemos ayudar a las benditas almas; en otras palabras: que hay Purgatorio. 


Julián Escobar.


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