S. Juan en el Apocalipsis nos cuenta que “así que lo vi caí a sus pies como muerto; pero Él puso su diestra sobre mí y me dijo: No temas, yo soy el primero y el último, el viviente que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del infierno” (1,17-18).
Y, sin embargo, a pesar de su inmensidad y majestad divina, no quiere que le tengamos miedo. Y se ha acercado a nosotros pequeño, sencillo y escondido bajo la humilde apariencia de pan, porque es “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Cuenta Sta. Angela de Foligno que ante la visión de la humanidad gloriosa de Cristo recibió: “una alegría inmensa, una luz sublime, un deleite indecible y deslumbrante que sobrepasa todo entendimiento”.
¿No es maravilloso que una acción tan insignificante —sí, el simple hecho de sacar el rosario del bolsillo y llevarlo a la mano, e invocar una sola vez el Nombre de Dios— pueda dar la vida a un hombre, y que en la balanza de la Justicia, un instante de invocar a Jesucristo pueda pesar más que muchas horas de negligencia? Del Peregrino ruso
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